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31.10.2022 Críticas  
Dramaturgo, demiurgo

Paraíso perdido es el poema épico por antonomasia de la literatura inglesa, con una influencia equivalente en ciertos sentidos a la del Quijote en la cultura hispánica. Andrés Lima dirige ahora la adaptación teatral de esta historia de la caída de Satán y su venganza contra el plan de Dios… con alguna que otra actualización que puede verse en el Teatre Romea de Barcelona.

La grandiosidad, la pura escala de lo que Milton narra (la guerra en el cielo, la caída, el infierno, el ascenso a la Tierra, la tentación de Adán y Eva…) plantea varias interesantes preguntas a la hora de trasladar el poema de verso blanco a escena. Se puede optar por lo espectacular y literal, con docenas de figurantes, decorados, vestuario, luces, efectos especiales… Se puede ir a lo sintético, lo íntimo, optar por dejar solo el punto de vista de Satán o de Dios.

Lima y la adaptadora del texto, Helena Tornero, optan por el punto medio. Hay momentos espectaculares, otros íntimos y algunos que detienen la acción o la introspección para congelarnos en un detalle extendido que pretende ser ¿efectista? ¿Incomodar? En cualquier caso, provocar una reacción del espectador, obligarlo a relacionarse, con su moral o su sensibilidad estética, ante lo que presencia.

Este Paraíso perdido que coproducen el Centro Dramático Nacional, el Festival Grec de Barcelona y el Teatre Romea no tiene ni los 10 libros de la versión original de 1667 ni los 12 en que se reorganizó en 1674: se estructura en cinco partes, siendo la última la más breve, que cubren alrededor del 80% del poema original. Comienza como aquel in media res, y traslada perfectamente muchas de las inquietudes y preguntas de Milton, frecuentemente en palabras textuales, y añade de cosecha propia varias consideraciones sobre el teatro como creación satánica, y por extensión sobre los espectadores en general y los que están asistiendo a la función en particular. Mantiene las dos líneas narrativas paralelas, la de la caída de Satán y su enfrentamiento con Dios, y la de Adán y Eva y su propia caída del Paraíso. Actualizando las percepciones bíblicas con lo que sabemos del pasado de la Humanidad y las reivindicaciones actuales de la mujer en el mundo. Son actualizaciones que competen plenamente a esta obra: Milton no escribía su obra con la intención única de exaltar la fe cristiana, lo planteaba en un momento en que el mundo estaba pivotando sobre nuevos hallazgos científicos, nuevas visiones del pasado y del lugar del hombre en el universo, nuevas preguntas que sus personajes fundacionales se hacían.

Cristina Plazas es Satán, y ejerce en gran medida de protagonista y narradora. Derrotado pero soberbio, inteligente pero incapaz de comprender la extensión del (maquiavélico) plan divino, bello aún en la maldad, y ansioso, esencialmente celoso del amor que ha perdido. Consigue que comprendamos al Ángel Caído, arrastrarnos en sus argumentos a su bando, cuestionando carismáticamente el orden y la tiranía contra las que se enfrenta; y si no somos precavidos, podemos dar por buena su dedicación al mal. Ese es su negocio.

Pere Arquillué es Dios, el otro (y primer) narrador de esta historia. El cosmos entero se manifiesta en su prodigiosa interpretación: la divino y lo humano, lo grande y lo pequeño, el bien y el mal. Arquillué es padre, líder, creador, conversador, la inteligencia que tiene todas las respuestas y trabaja en un plan a largo, muy largo plazo. Todo está en Dios, y todo está en Arquillué. Y todo es todo: su caminar desgarbado y sus gafas redondas ahumadas chocan de entrada con su elegante traje y con su papel todopoderoso; pero evocan la ceguera y la gota que sufría Milton cuando tuvo que dictar su poema. Dios es, literalmente, el creador.

Los otros cuatro papeles de la función oscilan entre lo simbólico de Culpa y Muerte (Elena Tarrats y Laura Font) y lo terrenal de Adán y Eva (Rubén de Eguía y una fantástica Lucía Juárez). Les une trágicamente Satán y las consecuencias del pecado, de la desobediencia, pero más allá de eso no pueden ser más diferentes: Culpa y Muerte son terribles, etéreas, inmutables, pertenecen al terreno de los conceptos absolutos, del Más Allá. Adán y Eva son hijos inocentes del Más Allá, pero pertenecen plenamente al plano de lo humano. Parten del desconocimiento y de la identidad (con una Eva sometida sin acritud a Adán, como un brazo está sometido a la persona a la que pertenece) para empezar a diferenciarse, convirtiéndose en individuos libres, con preguntas. Unas preguntas que seguimos haciéndonos, que no solo buscan conocer lo que nos rodea sino lo que nos mueve como humanidad, como sociedad, que ponen en cuestión el statu quo (según Satán, el origen del teatro). Obediencia/libertad y bien/mal, dos parejas que parecen al principio sinónimas, terminan expresándose como dos ejes distintos de coordenadas. La desobediencia, castigada, puede acabar siendo para bien. El mal puede obedecer, contra su voluntad, al designio divino.

Paraíso perdido maneja conceptos muy potentes, y no renuncia al lenguaje poético para ponerlos en escena, de hecho cuando quiere lo aprovecha de maravilla, como en la batalla entre Satán y el hijo de Dios, que utiliza técnicas del folclore clásico como la persecución transformativa. Pero no se queda en lo celestial o lo infernal: se planta en el terreno de lo humano, con sus errores, sus patetismos y su capacidad de evolución. Y el puente que hay entre ambos mundos: el teatro.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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