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26.10.2022 Críticas  
Las que han de servir

El Teatro Fernán Gómez de Madrid vuelve a acoger Tea Rooms, uno de los éxitos de la temporada pasada, gracias a la muy precisa y empática dirección de Laila Ripoll, su labor adaptando la novela de Luisa Carnés, y un casting formado por seis actrices solventes y capaces en su individualidad y muy complementadas como elenco.

No solo detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer como dijo Groucho Marx, también las hay antes, después, a su lado y al margen de ellos. Una de esas fue Luisa Carnés (1905-1964), escritora y periodista, que bien merece un lugar en la historia de la literatura y el cuarto poder de nuestro país en el período que va desde finales de la década de los veinte hasta su muerte en el exilio mexicano. Una autora que nos dejó títulos como Tea Rooms, una novela en la que, partiendo de su experiencia e intuición, narraba en 1934 vivencias reales de mujeres trabajadoras de la época. Reeditada muchos años después, y previa dedicación de Laila Ripoll, ésta se convirtió en una dramaturgia que se estrenó en marzo pasado.

Entonces agotó las localidades en todas las funciones, y en esta ocasión ha vuelto a hacerlo cuando aún le quedan días por estar en cartel, hasta el próximo 6 de noviembre. Normal teniendo en cuenta sus méritos. Una dirección en la que cada personaje está trabajado tríplemente. Por sí mismo, en conexión con los demás y como parte de un protagonista que es el conjunto de todos ellos. Un enfoque que consigue una compenetración total entre texto y actrices, gesto, presencia y palabras para transmitir las circunstancias del presente, así como las relaciones y las emociones, los vínculos, las causas y las consecuencias, y cómo todo evoluciona a la par que sigue siendo igual.

Un mundo en el que estas chicas son, como dice Matilde en su inicio, las que acceden allá donde van por la escalera interior, y nunca utilizando el ascensor. Sus premisas son el cansancio, el frío, el hambre y el hacinamiento. El mundo que observan, y al que sirven, desde el mostrador de una pastelería es el de las posibilidades, el disfrute, la vanidad y el hedonismo. Un relación, confrontación y dialéctica que conocemos a través de sus afirmaciones y respuestas, su apostura y sus reacciones, en una amplitud que va desde la humildad y la modestia, la resignación y la frustración a la rabia y la evasión.

Atmósferas que se entrecruzan, combinan y suceden para mostrarnos cómo era un mundo en la que la diferencia de clases, la falta de derechos laborales y el machismo eran la tónica. Ripoll nos lo traslada a través de lo cotidiano y lo anecdótico, lo ambiental y la costumbre en la trastienda de una pastelería con salón de alta alcurnia. Mantiene la acción siempre en lo cercano, en la estrechez de miras y la utopía de las ilusiones de sus personajes, en las normas y reglas propias y sociales con que estas se rigen y regulan. Un mar de posibilidades que Paula Iwasaki, Silvia de Pé, María Álvarez, Carolina Rubio, Elisabet Altube y Clara Cabrera aprovechan excelsamente, ofreciendo lo que les es requerido y demostrando, a su vez, los matices, detalles y singularidades de aportación propia de que son capaces.

Y haciendo equipo con ellas, una escenografía sencilla, obra de Arturo Martín Burgos, pero muy conseguida, a la que se adaptan perfectamente la video escena de Emilio Valenzuela, el espacio sonoro de Mariano Marín y la combinación de sobriedad y color, a partes iguales, del vestuario de Almudena Rodríguez Huertas. Como cierre de esta reseña, una duda: ¿habrá tercera temporada de Tea Rooms en el Centro Cultural de la Villa?

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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