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21.10.2022 Críticas  
Detenidos en el tiempo

Carlos Tuñón rescata la pieza breve El encanto de una hora, perteneciente a Teatro Fantástico, que se estrena en el Teatro Español de Madrid. Un montaje evocador y profundamente melancólico que diluye el aire mágico del original para potenciar la sensación de insatisfacción y la necesidad de encontrar el sentido de la vida que laten en la obra.

Jacinto Benavente imaginó en El encanto de una hora dos figuras de porcelana colocadas en un elegante gabinete desde el que son meras espectadoras del paso del tiempo hasta que, durante una hora mágica, ambas figuras cobran vida y se lanzan a descubrir contra reloj su propósito vital.

Carlos Tuñón ha descontextualizado el mundo burgués y decimonónico que proponía el autor y ha prescindido de toda fantasía para exponernos de una manera más cruda esta prosa bellísima que es una alegoría de la propia existencia humana y la búsqueda vana de la felicidad en la que solo el amor parece redimirnos.

En la propuesta del director desaparecen el gabinete, los relojes y la chimenea. No hay rastro de distinción burguesa. En su lugar, nos recibe un salón de baile triste que podría pertenecer a cualquier hotel triste de playa. Todo está teñido de colores pastel que no hieren, pero tampoco animan, restos de confeti que arrojan el sueño de un momento feliz, copas vacías y personajes solitarios, detenidos en el tiempo como figuras de porcelana o muñecas rotas. La atmósfera que crea Antiel Jiménez, responsable del espacio escénico y el vestuario, es impactante. Compone un fotograma cinematográfico que se completa con el excelente diseño de sonido de Daniel Jumillas y la iluminación de Miguel Ruz Velasco generando un efecto singularmente hipnótico y atractivo. Nos sumergimos en ese salón de baile en el que la vida parece entumecida y se muestra apenas en el movimiento de un camarero silencioso y vagamente atareado. Los personajes parecen abandonados en sus propias islas. Son testigos solo del tiempo que se desplaza a través de canciones que caen inclementes, como los toques de una campana marcando las horas.

Lamentablemente esta evocadora imagen contemplativa, que actúa como un prólogo dramático, se dilata en exceso y tiene un final demasiado abrupto. Las figuritas de porcelana de la versión original cobraban vida como por encanto tras doce campanadas. Esa hora mágica sin embargo se desvirtúa en la nueva escenografía. Estos seres simplemente despiertan del letargo en el que están sumidos. El texto de Benavente formalmente se ajusta a la propuesta, pero resulta confuso y la belleza de la alegoría se diluye en una narrativa escénica muy forzada.

Por otro lado, los personajes del original eran espectadores de un mundo vivo que no estaba teñido de abandono y soledad. Ambos protagonistas, una merveilleuse y un incroyable, desde sus respectivas peanas eran testigos de encuentros, conversaciones, conductas y, en definitiva, de un universo que se lanzan a reproducir como autómatas durante su breve lapso de vida. Ella es hedonista, él un intelectual. Ella baila, él lee. Sin embargo, la actividad y el diálogo de los dos protagonistas en este salón de baile congelado en el tiempo, resulta errática.

No obstante, hay que destacar la intención dramática del director en su voluntad de trascender las fronteras del texto para interpretarlo en un contexto más áspero y frío, que nos estimule a crear conexiones contemporáneas en esa lucha por conseguir o más bien entender en qué consiste la felicidad.

El montaje es en general contemplativo y lento. Extiende los apenas treinta minutos originales a la hora exacta del encanto y, aunque por momentos el ritmo pueda ser exasperante, se sostiene por dos actores, Patricia Ruz y Jesús Barranco, que nos hacen experimentar con viveza la alegría y desazón iniciales para guiarnos hacia la esperanza y el propio miedo que supone el descubrimiento del amor. Ruz es plástica. Equilibra su personaje entre la ilusión y la melancolía con sutileza. Por su parte, Barranco tiene una intuición natural para enfatizar el texto extrayendo de él todas sus posibilidades y nos ofrece, sin duda, lo mejor de la prosa del premio nobel.

El encanto de una hora es una pieza poética y filosófica que encaja extrañamente en este montaje frío. La narrativa escénica que plantea Carlos Tuñón es confusa. Tiene una estética poderosa con una intención significativa, pero el resultado diluye la poética original que Benavente imprimió al argumento. Las interpretaciones son notables y el diseño escenográfico y de sonido resultan soberbios, por lo que en conclusión es una propuesta tan interesante como controvertible.

Crítica realizada por Diana Rivera

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