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18.08.2022 Críticas  
La historia está hecha de sangre

La 68 edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida llega a su fin con La tumba de Antígona. Un montaje de Karlik Danza-Teatro con el que Cristina D. Silveira, además de amplificar el mensaje del texto con su propuesta de movimiento sobre el escenario, reivindica y homenajea a María Zambrano.

San Juan dijo en su evangelio que “en el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios”. El teatro no deja de ser una perífrasis de semejante sentencia, en el inicio está la palabra y la palabra está junto al cuerpo, pero tras ambas hay algo que las antecede, la emoción y la necesidad de compartirla a través de la empatía. Eso es lo que transmite Cristina D. Silveira en La tumba de Antígona. Lo que ella ve en María Zambrano (“busca la luz dentro de la oscuridad”, nos decía hace dos días) y el propósito con el que ha concebido, planificado y ejecutado el montaje que hasta el próximo domingo se puede ver en el Teatro Romano de Mérida.

Los más de tres mil espectadores que acudan a cada función disfrutarán con una propuesta que, sin restarle ni un ápice de introspección e intelectualidad a lo que escribió la filósofa y pensadora malagueña, lo amplifica, complementa y contrasta a través de la danza para llegarnos no solo a través de la escucha, la razón y la reflexión, sino también mediante las sensaciones y la permeabilidad que estas tienen en nosotros -corazón, cabeza o alma, según cada uno- vía nuestros ojos, oídos y piel. La adaptación que Cristina D. y Nieves Rodríguez firman de la dramaturgia de Zambrano está concebida para ello, no solo respetando lo que esta escribió, sino introduciéndola en el inicio y el cierre del libreto en una suerte de guiño metaliterario.

María no admitía el final que Sófocles imaginó para Antígona, a la sentencia a cadena perpetua en una cueva sin contacto humano alguno, a que fue condenada por Creonte, el dramaturgo griego le unión el suicidio. Injusticia doble. De primeras, no se puede quitar la vida quien nunca tuvo oportunidad de imaginar siquiera qué hacer con ella al haber estado, desde que nació, al albur de lo que sobre ella decidían su padre, su madre o sus hermanos. Y de segundas, se merece más quien vindicó la preminencia de una justicia superior a la de los hombres, evidenció el absurdo de la violencia que imponen los modos masculinos y, como extensión, ejemplificó la igualdad de todos los seres humanos.

Silveira ha visualizado esta coyuntura física, psicológica y espiritual, sirviéndose de manera muy inteligente de los espacios que le facilita la arquitectura del teatro construido hace más de dos mil años. El diseño escenográfico de Amaya Cortaire ha cubierto de arena negra la orquesta para anclar en él a Antígona y a quienes la visitan, y enmarcar la palabra en lo más hondo y profundo del espacio. Por encima, en el proscenio y con superficie de albero, tiene lugar la agitación, el nervio y la exaltación de lo físico a través de la fluidez y la coordinación corporal de la danza. Nivel que funciona como nebulosa de la que descienden quienes dialogan con Antígona, a la par que actúa como caja de resonancia para hacernos llegar, vía la emoción, lo que allí abajo se afirma, discute y revela.

Ana García es una Antígona dolida por la barbarie a la que es sometida, cansada de su biografía y exhausta por la negación a la que ha sido sometida, pero aún así capaz de ser fiel a sí misma y con fuerza para exponerse y argumentarse. Retórica que le exige la introspección de monologar frente a la invisibilidad de su hermana o el silencio de su madre, debatir con su padre y sus hermanos, confesarse con su nodriza y batirse en duelo verbal con la harpía o Creonte. Escenas en las que Camilo Maqueda, Jorge Barrantes o Mamen Godoy, entre otros, no solo le dan la réplica, sino que se evidencian como secundarios sólidos y ejemplificaciones exitosas de la reflexión de Zambrano y la escenificación de la directora artística de Karlik Danza-Teatro.

En el apartado técnico hay que destacar la expresividad del trabajo de vestuario de Marta Alonso Álvarez y la iluminación de Fran Cordero. Las telas negras a modo de capas, el arrebato del rojo o los diseños para revelar a los cuerpos bajos las presencias físicas trasladan a la representación las entrelíneas que María Zambrano escribió en La tumba de Antígona. La pena, la opresión y la carga de quien ha experimentado la pérdida, la guerra y el exilio. Por su parte, las luces están manejadas no solo para crear ambientes y transiciones, también para introducirnos en lo nuclear de lo que se está viviendo y narrando. Señalar, especialmente, los pasajes de focos móviles que te introducen de lleno en la vivencia relatada.

Añádase a esto la composición musical de Álvaro Rodríguez Barroso, partitura que envuelve la reflexión con su solemnidad, la tensión con agitación y la exasperación con vibración. Todo un acierto, además, el introducirla dentro de la acción con la inclusión de Aola Shirin y su violín como una integrante más del reparto. Un plantel encargado de mediar entre María Zambrano y nosotros, entre Antígona y quienes, como ella, nos exasperamos ante las injusticias, las barbaries y las intolerancias de los hombres.

Mérida cierra su 68 edición por todo lo alto a nivel artístico, intelectual y literario. Quedamos a la espera de conocer su programación para 2023.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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