George Sand y Frédéric Chopin se conocieron en París en 1831. ¿Qué sucedió a partir de aquel día? Marta Etura y Jorge Bedoya nos representan la respuesta a esta cuestión siguiendo el texto de Irma Correa, bajo la dirección de Magüi Mira, en el Teatro Español de Madrid.
En la recta final de la temporada, la institución teatral de la que es titular el Ayuntamiento de la villa nos acerca la atracción, el enamoramiento, la convivencia, los conflictos y la final separación entre los componentes de una de las parejas más conocidas del siglo XIX. Él es una de las figuras más admiradas de la historia de la música. Los nocturnos toma su título de la que es, quizás, su colección de piezas más conocidas, más de dos horas de piano sublimes, delicadas y profundamente emocionales capaces de parar el tiempo y de amansar a las más temibles fieras. Ella es un símbolo del feminismo y de lucha por la igualdad, mujer que vestía pantalones y que se negó a que hombre alguno tomara por ella decisiones relativas a su destino.
Esto ya lo sabemos cuando nos adentramos en la sala Margarita Xirgu. ¿Qué nos encontramos allí? Entre una escenografía minimalista firmada por Estudiodedos, un piano solemne a cuyo teclado está Jorge Bedoya y sobre cuya tapa se extiende, desliza y gira sensualmente Marta Etura. Ambos elegante y decimonónicamente vestidos por Helena Sanchís, diseños que complementan la gestualidad de sus personajes. Los movimientos de levita de él amplifican el deslizamiento de sus dedos sobre el teclado. La manera en que ella se retira las varias capas de raso que componen su vestimenta dejan claro que es consciente de las necesidades, deseos y capacidades de su cuerpo.
Así se presentan George y Fréderic. Pero Los nocturnos no va mucho más allá. Quizás sea porque el texto de Irma Correa sobrevuela su relación, pero no ahonda en la invisibilidad de sus motivaciones ni en las consecuencias que la diferencia entre sus sensibilidades y prejuicios tiene sobre los mimbres de su unión. Quizás porque la dirección de Magüi Mira busca que fluyan el movimiento y la palabra, pero no indaga en qué hay tras lo obvio y se limita a seguir una línea narrativa que, por su afán de avanzar en línea recta, hace que la representación resulte plana.
Punto de partida que restringe las posibilidades de Marta Etura y Jorge Bedoya. Su trabajo es más de estar que de ser, de simular que de representar. Valga como ejemplo uno de esos detalles que veo de cuando en cuando sobre los escenarios y que a este espectador le impide entrar en su acción, el momento en que Sand se echa un cigarrillo sin encenderlo. Súmese el que se les pide que combinen la actuación con pasajes en un punto medio entre el fluir corporal y la danza. La pretensión es generar y transmitir lirismo como metáfora emocional, la percepción es que se pasa por encima de los personajes porque no hay mucho que contar. ¿Algo bueno? Sí, el magnetismo de la mirada de Etura y todas las ocasiones que Bedoya invoca a Chopin al piano.
Crítica realizada por Lucas Ferreira