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20.05.2022 Críticas  
Maltratados por el destino

Carlos Aladro se despide del Teatro de la Abadía de Madrid responsabilizándose de la puesta en escena de El pato salvaje, la adaptación de uno de los textos más duros de Henrik Ibsen sobre el valor y el sentido de la integridad moral.

Ríete tú de los que van de sinceros por la vida y de no tener pelos en la lengua, dudo que conozcan la asertividad de Henrik Ibsen. El noruego es ejemplo de lo que significa e implica hablar claro y rotundo, cristalino y transparente. Esa es la sensación que dejan siempre sus obras por la sencillez de sus argumentos, la diafanidad con que expone sus tramas y la fluidez con que estas se desarrollan. Presentando, aludiendo y mostrando aquí y allá razones, conexiones y consecuencias que, poco a poco, confluyen hasta formar un cuerpo sólido y tajante frente al que no caben réplicas ni recursos. Así es El pato salvaje, dramaturgia estrenada originalmente en 1885, y en la que Ibsen advierte contra aquellos que proclaman la virtud, la corrección y la ejemplaridad moral como la razón, motor y fin de nuestras vidas.

Según el punto de vista con el que te acerques a su propuesta, la puedes tomar como una cuestión decimonónica o como un asunto que, en estos tiempos de postureo, cancelación y ética fluida, sigue resultando actual. La versión que Pablo Rosal ha realizado parece haber optado por este segundo enfoque, aunque esta presunción resulta más evidente por lo que vemos sobre el escenario que por lo que escuchamos en boca de sus intérpretes. Cabe destacar que su reescritura ha supuesto cortes del texto original, síntesis de algunas de sus líneas de acción y otorgamiento de una dimensión meta teatral a la que ha sumado, lo que comienza a ser algo recurrente, la ruptura de la cuarta pared. Supongo que el ánimo ha sido liberar al texto original de su rectitud para que suene más libre y espontáneo.

Sin embargo, no lo consigue, algo a lo que tampoco ayudan determinadas decisiones creativas de Carlos Aladro tras las que se deduce un enfoque que distrae en lugar de atraer al espectador. Nada que objetar a la resolución técnica del vestuario de Almudena Bautista, pero choca encontrarte al personaje más joven vistiendo camisetas de AC/DC. O al espacio escénico de Eduardo Moreno y la iluminación de Pau Fullana, pero su uso de las luces eléctricas, incluidos subrayados led, se aleja de la intención de las lámparas de aceite que describía Ibsen en su escritura.

Otro tanto sucede con las interpretaciones. El casting aúna nombres –Juan Ceacero, Pilar Gómez, Javier Lara, Jesús Noguero…- que conforman un elenco atractivo y garantía de buen resultado. Pero de lo que somos testigos es de trabajos encorsetados, excesivamente simplificados, no se sabe si con fin caricaturesco o pedagógico para entender mejor su rol en la historia de la que forman parte. En cualquier caso, alejados de la naturalidad y espontaneidad que demandan los acontecimientos en los que se ven inmersos. En definitiva, la pareja formada por Hjalmar y Berta, asaltada por un pasado que no comenzó siendo días de vino y rosas, merecía haber sido mejor tratada, tanto por el destino como por esta producción del Teatro de la Abadía.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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