Pablo Remón vuelve a la actualidad dramática por la puerta grande con Los farsantes en Teatro Valle Inclán (Centro Dramático Nacional) de Madrid. Dos horas y medias inteligentes y complejas en las que desnuda la cara oculta del teatro y el cine con unos excelentes Javier Cámara, Bárbara Lennie, Francesco Carril y Nuria Mencía.
El glamur, el arte y la emoción que tienen las películas y los montajes escénicos esconden las contrariedades, penurias y tristezas que los demuestran similares a cualquier otra actividad empresarial. Una amalgama en el que el ánimo de trascendencia convive con la necesidad de llegar a final de mes, el deseo de brillantez estética con la obligación de la productividad y la ilusión de la gloria con la tristeza de reconocerse justito de talento. A todo esto le da vueltas Remón en un montaje en el que toma como hilo conductor a un director de la gran pantalla y a la hija, aspirante a actriz, de quien fuera su maestro. Un texto trabajado hasta la extenuación, plagado de detalles, matices y giros, con referencias a Ibsen y a Las tres hermanas de Chéjov, a la par que coherente y sólido que da como resultado una acción efervescente por la excelencia de su puesta en escena y la brillantez de sus intérpretes.
La escenografía de Mónica Boromello construye sobre el escenario dos ambientes. Una planta baja en la que habita Ana Velasco, la chica que sigue teniendo en cuenta a su padre en todo cuanto hace; y una superior en la que Diego Fontana piensa cómo llevar los avatares de su vida a lo que le gustaría hacer tras las cámaras. Súmese la iluminación de David Picazo, escueta, blanca y minimalista unas veces, cálida, seductora y envolvente otras. Y el vestuario de Ana López Cobos, traslación de la personalidad y el carácter de los muchos personajes a los que dan vida sus cuatro intérpretes, así como de la intención, seria, sarcástica, ácida y objetiva de Remón.
En el desarrollo de su historia hay escenas que en algún momento todos hemos imaginado. La entrega de premios con alabanzas saturadas a artistas que casi nadie conoce, representaciones infantiles con profesionales amargados por el ostracismo, producciones a las que no asisten más que los familiares de primer grado y directivos más entregados a las rayas psicodélicas que a la seriedad de su empresa. Pero no se queda en la superficie de chascarrillo y en el lugar común de la crítica fácil y recurrente, sino que las desmenuza de tal manera que consigue extraer de ellas lo que tienen de contradicción y conflicto del ser humano.
Siempre con humor, pero sin ocultar su miseria, lo que lo hace entrañable cuando prima lo emocional, sarcástico cuando torna esperpéntico y ácido cuando opta por la sinceridad en lo que respecta al ámbito laboral. Un objetivo que, tras su buena escritura y su trabajada dirección, se termina de materializar por el ingente catálogo de gestualidad, presencia y verbo que despliegan Javier, Bárbara, Francesco y Nuria. No hay una sola escena en la que no estén perfectos, rédito que siempre queda supeditado a subrayar la ironía, la tristeza y la esperanza de lo que se nos narra. Un torrente seductor con un ritmo ágil, dispuesto a la sorpresa en cualquier momento
Como el acto metaliterario en el que Francesco Carril se convierte en el alter ego de Remón y relata la génesis de esta producción y de su texto (en colaboración con Violeta Canals), las intervenciones siempre punzantes y socarronas de Nuria Mencía, o la escena final en que Javier Cámara y Bárbara Lennie derrochan complicidad, generando una atmósfera ante la que es imposible no ponerse en pie y aplaudir en comunión con un patio de butacas sin un asiento libre cuando cae el telón.
Crítica realizada por Lucas Ferreira