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26.01.2022 Críticas  
La noche insomne de Molly Bloom

Coincidiendo con el centenario de la publicación del Ulises de James Joyce, Magüi Mira recupera, en la obra Molly Bloom en el Teatro Quique San Francisco de Madrid, uno de sus personajes más emblemáticos. Una novela concebida por su particular narrativa para ser la representación de la vanguardia en la novela anglosajona del siglo XX.

Este año se cumplen también cuarenta años desde la primera vez que Magüi Mira representó en teatro la dramatización del capítulo 18 de dicha novela, protagonizado en exclusiva por Molly Bloom. Una mujer que, como Penélope, espera el regreso de su marido, Leopold, durante una noche insomne en la que teje y desteje un monologo interior que deambula entre recuerdos y amantes.

El discurso nocturno de Molly es errático e inconexo. Carece de toda estructura, y por eso resulta tan real. Los recuerdos del pasado son vívidos y cubiertos de referencias sensoriales, de aromas y luces. Se suceden sin solución con imágenes del presente. Pero entre evocación y evocación, casi todas crudas y sexuales, Molly piensa. Se piensa, en modo reflexivo. Molly Bloom, quien habría llegado a prima donna si no se hubiera casado, toma decisiones y disfruta de su cuerpo y de su sexo, pero lo hace también con miedo a una sociedad que la censura. Esto hace de Molly definitivamente una mujer ajena a su época y, aunque no pertenece a la actual tampoco, en su discurso se representan muchas mujeres y muchas generaciones.

Molly no es feminista. Molly es provocadora y probablemente ofensiva para las mentes biempensantes. Ella es libre, se desea libre y así lo expresa: «A mí no me encadena nadie. A las mujeres no nos encadena nadie. Y cuando empecemos no nos van a poder parar».

Sin embargo, ese viaje explícito que Molly hace a los recuerdos de sus inicios sexuales, a sus refriegas furtivas, a las sodomías poco consentidas de su marido, al sexo desapasionado con sus amantes o las descripciones muy gráficas de sus cuerpos; hoy no ofende al auditorio aunque sí ofenda todavía el bozal invisible que impide a Molly expresarse así de libre fuera de su cuarto y de su vieja cama. Porque Molly, es cierto, habla de sexo. Mucho. Pero también de ser y sentirse mujer. Y de deseos frustrados y silenciados. A día de hoy, podemos imaginar el impacto que sus palabras, las expresas, tuvieron en 1922 e incluso en la España de 1982. Hoy la provocación se encuentra en el discurso implícito de esta mujer, que pide que se respete su derecho a elegir sin temor a ser juzgada. Lo verdaderamente provocador de esta obra es que un siglo después de su publicación el pensamiento de esta Molly insomne siga teniendo alguna validez social.

Pese a todo, Molly Bloom no es una obra fácil. No lo es tampoco el Ulises de Joyce. Molly es áspera, desordenada como el interminable capítulo 18, con sus 24.000 palabras sin puntos ni comas. El ininterrumpido fluir de su pensamiento, a través de la asociación de ideas aparentemente inconexas, es errático. El monólogo embarra en los recuerdos. Aunque de pronto parezca resucitar para reivindicarse o dolerse, rápidamente vuelve a sumergirse en el hilo perdido.

Magüi Mira se enfrentó por primera vez a Molly Bloom en La noche de Molly Bloom bajo la dirección de José Sanchís Sinisterra en 1982; en una España que hoy cuesta imaginar. Cuarenta años después ha regresado a este personaje para aportarle la experiencia de toda una vida convirtiendo a la Molly de hoy en una mujer aún más compleja y con aristas más afiladas.

El trabajo que Mira realiza para dar veracidad al pensamiento vago de la protagonista y arrancar lirismo de este texto sórdido, es potente y directo. Todo en ella es asombroso, aunque sea el timbre de su voz el que, pese haber traspasado la frontera de los 70 años, brilla de verdad con un eco y una inflexión extraordinariamente jóvenes. La voz de Magüi Mira es pura emoción. Su capacidad para elevarla a la más exquisita dulzura para luego arrastrarla a una profundidad sensual hace que el discurso de Molly se convierta de su mano en un viaje en el que nos dejamos llevar con puro placer a la merced de las olas de sus inflexiones. Molly se disfruta solo por ella.

La dirección artística de esta versión, sin embargo, flaquea. El espacio pretende ser minimalista pero es pobre. El diseño de iluminación resulta incongruente y rompe la narrativa. Las luces evolucionan sin sentido como lo hacen también los movimientos en escena que resultan poco orgánicos y forzadamente coreografiados. Hay evidentes problemas de sonido y los efectos resultan intrusivos y prescindibles. Algo que me hizo pensar que, posiblemente, hubo percances técnicos durante la noche en la que acudí al teatro que deberían solucionarse rápidamente. Pese a todo, los elementos escenográficos no llegaron a desmerecer el trabajo de la inmensa actriz.

Molly Bloom es controvertida y áspera. Es difícil, como la novela que le dio vida, pero tan moderna como lo sigue siendo el Ulises, porque, en el fondo, ésta es la virtud que poseen los personajes que nacen con el destino de convertirse en clásicos. Son eternos, como lo son también Magüi Mira y su voz.

Crítica realizada por Diana Rivera

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