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01.06.2021 Críticas  
El blanco y ensordecedor abismo del silencio

El Teatre Akadèmia alcanza uno de los picos de la temporada con L’olor eixordadora del blanc. Una obra de Stefano Massini que Moreno Bernardi eleva a la máxima potencia expresiva manteniendo un constante momento álgido. Transformación constante y en vivo para una pieza exquisitamente entendida e interpretada por todos los implicados.

«White. A blank page or canvas. His favorite. So many possibilities… // The challenge, bring order to the whole through design, composition, tension, balance, light and harmony». En 1983, Stephen Sondheim diseñó uno de los grandes hitos dramático-musicales de la historia reciente atribuyendo estas palabras a las diversas inseguridades del pintor puntillista Georges Seurat. Pero, ¿qué pasa cuando este lienzo blanco no incluye sino que recluye e incapacita la posibilidad real de manifestación y frustra y encierra la creatividad y la libertad individual? Massini localiza este encierro en una jornada en el manicomio de Saint-Paul-de-Manson, donde el pos-impresionista Vincent van Gogh fue desposeído tanto de su condición artística como de individuo, víctima de la arrogancia y oportunismo en el tratamiento de las «enfermedades mentales» de finales del siglo XIX. Disidencia como atentado contra la normalización de la mediocridad de acción y pensamiento.

Bernardi trabaja y transforma con escalpelo preciso el espacio de la representación. Mostrando y desmontando el tiempo real de la misma, así como el interior y exterior del protagonista. Superposición y simultaneidad conseguidas sin descuidar ni el aspecto más molecular de la propuesta. La meticulosa y distinguida traducción de Carles Fernández sirve de base para una auténtica inmersión en un universo apasionante y aventurado. La dramaturgia excele en la comprensión de un espacio que incluye todos los demás. Un espacio que es mental e interior y que nos expone a todos los convocados. Como vimos en Médée Kali (2018), la envergadura de la visión dramatúrgica es expansiva a través del movimiento y lo vocal. Movimientos físicos y también musicales, cercanos a lo operístico, como son los espacios que Bernardi orquesta y crea para unos intérpretes en estado de gracia y en los que también se incluyen el impresionante diseño multimedia de Joan Rodón, la apabullante iluminación de Lluís Serra y el envolvente y evocador espacio sonoro de Ricardo González Yanel.

Juntos diseñan ese blanco que de algún modo valida y a la vez confronta la idea de Sondheim mostrando el color titutar como la ausencia de todos los que lo conforman, así como los paisajes que ya no se podrán crear en un contexto privativo de aislamiento o encarcelamiento. Blanco como sinónimo de silencio. La negación e imposibilitación de un arte que, como la cordura y todo lo propio e individual, es valorado y juzgado por un ente externo, prohibitorio e inasequible. En este contexto, el vestuario de Josep Abril desbloquea la situación escénica para los personajes y facilita el desempeño de los intérpretes en la integración y consecución de su movimiento. Junto a Rodón, Serra y González Yanel (y sus respectivas creaciones) se alcanza una culminación que va mucho más allá de la manifestación dramática de la semiología aplicada a cualquiera de los sistemas de signos, códigos y mensajes que se transmiten. El éxito es rotundo y así lo demuestra la increíble equiparación en plano protagónico de las vertientes narrativas de la pieza (estructural y técnica). De este modo, no solo se ejemplifica la línea que se busca para este espacio sino que se razona todo su sentido e importancia a día de hoy. Una voluntad firme que actúa con el convencimiento de que se está cambiando el paradigma desde la necesidad y la aptitud. Abandonando cualquier normalidad para construir y transformar en tiempo presente lo que debería ser un futuro que democratiza y visibiliza la aportación de todas las disciplinas que aparecen y construyen la manifestación artística que se concentra en una puesta en escena.

De este modo, L’olor eixordadora del blanc resulta una lección intensa y preeminente de política cultural, entendiendo la voluntad y resultado de todos los implicados de aplicar su talento de manera estratégica para conseguir el mejor y más depurado resultado de todos los posibles y aprovechando también la dotación de recursos que se han posibilitado desde la casa. Así son las interpretaciones. Genio e imprudencia. Lo tuvo Van Gogh y lo mantiene un brillante David Menéndez. Espacio verbal y mental (también musical) que transita de manera expansiva mostrando y desplegando cada una de las dobleces y connotaciones de la condición en la que conocemos al personaje. Él es el espacio de la representación en la medida en la que todo lo generado está en una mente en constante estado alterado (y al mismo tiempo sagaz) y que discerniremos a través de cada gesto. Miradas que recogen y acompañan todo lo acontecido hasta la inmediatamente anterior y que anticipan el peligro del que se siente atacado y prisionero de un sistema que no funciona a nivel individuo. Carga psicológica y política de un gran actor que nos arrastra hasta lo inconsciente y más abismal e intuitivo del mundo interior al mismo tiempo que actúa la manifestación de este doloroso y frustraste malestar. A nivel humano y artístico. Indisociable en esencia y fracturado por un sistema que normaliza y adocena. Mirada, la suya, fija y a la vez perdida en el vacío. Cuerpo doblado sobre sí mismo, contraído y sufriente. Palabras que parecerán asomar al borde de los labios incluso durante los silencios más elocuentes. Pausas marcadas con talante para mantener el drama en alto, aquí junto al resto de sus compañeros.

Ellos deberán mostrar a su personaje siempre bajo la visión prácticamente alucinada del protagonista. De este modo, Albert Muntané transmuta de la presencia a la esencia. De la certeza a la posibilidad, manteniendo un pulso de gran envergadura con su hermano en la ficción. Voz clarividente para el texto y detallismo extremo para establecer un juego hipnótico con sus movimientos recorridos con toda su amplitud y carga poética y emotiva. Siempre a través. A su vez, Joan Llobera hace suyos los requerimientos de la propuesta de un modo transversal y completamente integrado y comprometido con todas las facetas con una minuciosidad sorprendente. En el caso de Albert Díaz, aplaudimos especialmente su desempeño vocal, siempre manteniendo el pulso entre las asonancias y las disonancias con(tra) su compañero/oponente y llevándolo a la últimas consecuencias. Òscar Castellví retoma todo el recorrido del protagonista en un tramo final de piadosa y operística misericordia en lo que se convierte en su interpretación mejor construida hasta la fecha. La presencia de todos ocupando hasta el último rincón del espacio durante toda la representación consigue transmitirnos esa sensación de inclusión y pertenencia inquebrantable con el qué, cómo y porqué de la pieza. Un trabajo, individual y conjunto, realmente excepcional y especialmente consciente y talentoso para captar y transmitir la percepción del espacio sonoro y musical.

Aquí encontramos reforzado el gran valor añadido de la propuesta. Denotación y connotación hermanadas en un cómo que es también qué, de un modo en el que tanto lo acorde como lo disonante siguen un tempo inquebrantable. Como si cada una de las pulsaciones que mide el gran metrónomo de cada latido o segundo de la función fuese el resultado de la suma de todas las unidades de tiempo inmediatamente anteriores y así sucesivamente. No hay que olvidar que estas palpitaciones pueden ser (y aquí son) táctiles o visuales, además de auditivas. Matiz que (unido a las magnitudes sintáctica, semántica y pragmática de la puesta en escena) dota de carga significativa a cada una de las actividades que se realizan sobra las tablas. De manera vinculante. Análisis y minuciosidad como base para la comprensión y la comunicación.

Para cada espectador, la posibilidad de aplicación a nivel individual y aprehensivo (tanto dentro como fuera del marco de la representación) se convierte en una realidad que va mucho más allá del aplauso al finalizar la función. El trabajo de Bernardi y de todos los implicados genera una nueva y valiosísima necesidad: el retorno. Dolorosa y feliz al mismo tiempo, como solo las emociones más puras pueden serlo. De la estupefacción al recuerdo y de aquí al discernimiento en evolución y magnificación permanentes. A estas alturas debemos remitirnos de nuevo a la semiología, en este caso visual e, incluso, clínica. La profundización en el texto de Massini y, sobretodo, en las posibilidades que se encuentran de cara a su representación, recoge e identifica el porqué de cada decisión de un modo inclusivo y expansivo. Cada disciplina se interpreta y razona a través de una ejecución sintomática y perceptiva, desde lo subjetivo y patológico.

Manifestaciones varias que, siempre favoreciendo el desarrollo de la trama y del personaje protagonista, nos conducen a un planteamiento evolutivo con desenlace y resolución (de nuevo formal, estructural, ejecutiva y argumental) que recibimos a modo de diagnóstico. Todo es insólito y singular y, al mismo tiempo, queda validado y argumentado de un modo indiscutible y necesario dentro de la propuesta. También fuera. La conjunción artístico-técnica eleva lo visual a su doble vertiente receptiva e interpretativa. Cada especialidad convocada estudia, observa y analiza cada uno de los cuerpos (así como sus gestos y expresiones) para recoger la idea que representan, algo que se transmite a un público activo y dispuesto. Materia y esencia a un mismo tiempo poético y podríamos decir que científico. De un modo que se asimila a lo clínico, intelectualizado y sublimado, se obtiene un gran aprendizaje. También desde la grada. El público no solo observará sino que se observará, en confrontación «con» y poniéndose en el lugar «de» lo que y quien sucede en escena.

Finalmente, L’olor eixordadora del blanc nos sitúa en el extremo más alejado de lo previsible o acomodaticio para culminar lo que hasta ahora habíamos presenciado en anteriores propuestas de Bernardi. Esto es así en la medida en que se nos coloca de pleno en el corazón de un nuevo (quizá onceavo) movimiento de vanguardia. En un momento en el que habíamos perdido la capacidad de dejarnos sorprender a través del riesgo y el coraje, este espectáculo nos muestra también la valía y posicionamiento de Massini en el panorama actual de la autoría dramática. Al mismo tiempo, vincula tanto la dirección y la dramaturgia como la interpretación como aliados y guías excepcionales que nada tienen que ver con la sumisión hacia el el creador primero sino que se transforman en pincel (nunca mejor dicho) o periscopio capaz de hacernos llegar a la bóveda celeste de las artes escénicas.

Crítica realizada por Fernando Solla

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