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18.04.2021 Críticas  
Prolapso uterino simbólico y coreografiado

La Sala Atrium alcanza su primera década de vida y recupera Júlia. Una mirada recíproca, desde y hacia el original de Strindberg, que Raimon Molins acerca a su vertiente más subjetiva y multidisciplinar. Profunda sacudida posmoderna respecto al naturalismo determinista del sueco que alza el vuelo gracias a un reparto sólido y una protagonista incandescente hasta la endotermia.

Molins ha ideado una dramaturgia que, de algún modo, expone una idea de hacer teatro. Esto es algo fiel al original, ya que en los prólogos de muchas de sus piezas (incluida la que nos ocupa) el autor exponía explícitamente las suyas propias. Una dirección muy presente para una puesta en escena compleja e hipnótica en la que se dibuja muy bien a cada uno de los tres personajes. Especialmente a partir de una inmersión laberíntica en las contradicciones entre los binomios voluntad/posibilidad, individuo/clase y género/ideología de y entre cada uno de ellos. Resulta muy evocadora la plasmación progresiva y evolutiva (clásica-naturalista-posmoderna) de la idea de tragedia y de algunas premisas a partir de la convivencia de audiovisual con lo propiamente dramático. La aportación de esta propuesta es precisamente la gira de las tornas a partir de un discurso o debate implícito y oblicuo del concepto de herencia. Aquí se cuestiona el peligro de esa fuerza «externa» que dirige las actuaciones de los personajes, llamémosle destino. Cómo esta configuración predeterminada afecta a nuestras relaciones personales y nuestra visión del mundo. Entre la victimización y la (in)consciencia de una especie de ADN configurado por la educación y el contexto social y la imposibilidad de mantener una vida plena y coherente con nuestros propios deseos, inquietudes e instintos esenciales y definitorios.

Los temas de la obra se mantienen intactos y reforzados por un punto de vista: la promesa de una sociedad que se termina, de fuera hacia dentro y viceversa, y la ilusión infructuosa e ilusoria de la posibilidad. Premisa que convierte la pieza en un estudio social y genérico por clases y de modo. Dos personajes que utilizan el sexo como instrumento, también de autodestrucción. Intensidad y erotismo como parte definitiva del recorrido de ambos y que, en esta ocasión (como en las mejores), despierta la tan complicada piedad por parte del público. Hacia ella y también hacia él. No en vano, la obra se encuentra en el límite entre el (melo)drama y la tragedia. La integración de formatos diseña un desarrollo argumental y de los personajes que mezcla y superpone imágenes de las versiones cinematográficas de Alf Sjöberg (1951) y Liv Ullmann (2014), en ocasiones para magnificar el resorte emocional de lo que vemos en escena y en otras para ilustrar lo que los personajes explican y extrapolar o extraer las imágenes generadas por su mente hasta hacerlas estallar contra la pared donde se proyectan. Esto refuerza la sensación de aislamiento y encarcelamiento imperantes, también remarcada por la escenografía de Clàudia Vilà.

Junto a la iluminación de Maria Domènech se naturaliza e integra esta doble presencia de cuerpos e imágenes así como se recoge y unifica tanto su función dramática como estética. La planificación narrativa y montaje del diseño audiovisual y sonoro (obra de Joan Rodons y Molins) explota la función dramática de la imagen y el sonido más que la cinematográfica, ya que además de los extractos de las películas, los propios intérpretes realizan un montaje audiovisual en directo jugando especialmente con la dimensionalidad de los cuerpos proyectados con los propios y promoviendo un trabajo físico en el que la colocación milimétrica es esencial. El vestuario (bien elegido por Mendoza) también enfatiza la perpetuación de los roles clasistas dentro de la jerarquía de una casa con servicio y evidencia la contemporaneidad en la localización de la puesta en escena. Esta peculiaridad en la planificación multidisciplinar podríamos considerarla heredera del recurso de la doble pantalla o split screen que Mike Figgis utilizó como arriesgada construcción formal para su versión cinematográfica de 2009. Para que toda esta arquitectura dramática aporte el sentido esperado se requieren unas interpretaciones extravertidas, expresivas, eminentemente comunicativas y capaces de asimilar/transmitir a tiempo real y milimétrico todo lo que está sucediendo. Herederas también de la estructura original de una pieza no dividida en actos sino en secuencias.

Un desdoblamiento muy complejo ya que a los personajes los encontramos en un punto ya trabajado, independientemente de la progresión del argumento. En la plenitud de su propio solsticio. «La felicidad se consume a sí misma como una llama. No puede arder para siempre. Tiene que apagarse. Y el presentimiento de su fin, la destruye en pleno auge», escribió Strindberg. Y con esta cita podríamos resumir la interpretación de Patrícia Mendoza. Es complicado dar sentido a tan voluble armazón y mantener el espíritu trágico con el que el autor quiso impactar no solo a nivel literario sino también social y, por tanto, ideológico. La fusión de su voz con la profundidad desbordada de su mirada nos pide auxilio en los momentos culminantes, rompiendo con esa seguridad quebrantaba segundo a segundo (a ritmo de micrometría) e incluyendo el movimiento de Claudia Manini con excelencia y especial desenvoltura y gracilidad. Contorsionismo físico, psíquico, emocional y anímico. Una interpretación que se asimila un magnífico prolapso uterino simbólico y coreografiado.

Para ser justos, el juego es en equipo. Jordi Llordella torna en algo corpóreo otra de las máximas del autor original y al mismo tiempo le da una interesante vuelta. Dibuja un personaje víctima de un carácter que traza su destino. La sociedad clasista como manicomio desde la propia clase económica, que no moral, inferior. Nadie como él consigue marcar esa (des)aprehensión en paralelo (y a la vez incidiendo y asistiendo) al proceso mediante el cual Júlia muda sus pensamientos y se percata de que Jean tiene su propio proyecto vital. Hombre/Amo/Señor/Criado con connotaciones extremadamente matizadas con aparente espontaneidad y replicante de excepción siempre en consonancia y constante escucha con y hacia su(s) compañera(s) escénica(s). El choque que propicia es tanto el social como su extrapolación al género. Una exquisita pareja dramática que nos mostrará, siempre a través de los personajes que defienden, cómo puede estar penado todavía a día de hoy una actitud idealista y sexualmente igualitaria por parte de la mujer. De su interacción, se trabaja de forma cristalina la insatisfacción personal y las relaciones de poder dentro de la pareja, subtema especialmente bien escenificado con un erotismo no exento de su carga ideológica.

La presencia de Anna Roy resulta clave para que todo funcione y, de algún modo, su interpretación es reflexiva en relación tanto hacia lo que ve su personaje como a lo que siente y, también, opina. Más desde el silencio en un principio hasta un muy bien llevado y progresivo estallido final. Desde la asertividad y la contención cuando corresponde hasta la exaltación irreprimible. Ella especialmente debe integrar el espectro técnico conviertiéndose en los ojos que todo lo ven con respecto hacia los personajes, pero también en ojos y manos del técnico de sala desde el escenario. Roy se convierte en facilitadora de que el proceso vital de Júlia y Jean se nos muestre en toda su complejidad gracias a sus encuentros/careos en forma de escena compartida. Su encuentro final con Mendoza es clave para que todo encaje y para mostrar que aunque la protagonista haya sido educada para sentirse superior al género masculino y tomar también las riendas en sus relaciones también ha sido y es víctima de una figura paterna y de relaciones anteriores que han configurado ese necesidad contradictoria de dominar/devorar/sucumbir. Un recorrido que los tres dibujan con pudor cuando corresponde y al mismo tiempo mostrando lo sangrante del recorrido individual y conjunto.

De este modo, Júlia sobresale por la capacidad de todos los implicados para trenzar lenguaje interno con punto de vista mediante las diversas disciplinas convocadas y así conseguir una puesta que mantiene su plano protagónico sin tapar nunca a los intérpretes o al texto sino potenciando un acompañamiento totalmente alineado e incluyente en su planificación. Tampoco es habitual encontrar un reparto que practique una escucha integral tan contundente y generosa creciéndose ante la complicación de dar vida a sus personajes desde el cuestionamiento más íntimo y recóndito y desde la integración absoluta de los distintos y múltiples canales expresivos propuestos por la dramaturgia y dirección. Además, esta función participa del cambio de paradigma que requiere nuestro panorama escénico en cuanto a la asignación de espacios y roles protagonistas. Una pieza que bien podría formar parte del repertorio de cualquier teatro público (o no) europeo tanto por su voluntad de recuperación como de confrontación con el patrimonio dramático original y que al mismo tiempo extrae las inquietudes rupturistas de entonces para localizarlas y evidenciarlas a día de hoy.

Por último, una reflexión: ¿en qué consiste ser una «gran actriz» más allá de la etiqueta gastada y al uso? Si coincidimos en que la identidad/entidad escénica radica en conseguir entregar la inteligencia e intuición emocional, aportando y facilitando herramientas propias para cada rol y proyecto en función de sus necesidades, y nunca anteponiendo personalidad a personaje sino aprovechando la singularidad para catapultarlos todos hacia la memoria sensitiva del espectador y convertirse en Alma de los proyectos que protagoniza, Patrícia Mendoza lo es. En el National de Londres tuvieron a Vanessa Kirby y Jessica Chastain protagonizó la última y ya citada versión cinematográfica. Dos lenguajes, escénico y audiovisual, que nuestra protagonista hace implosionar conexos y simultáneamente. Juntas, las tres, marcan el nivel transversal que la contemporaneidad requiere a la hora de expresar y explicar pieza, personaje y autor. Una mirada de aquí hacia el mundo que sería deseable y justo consiguiera la misma reciprocidad universal que sus compañeras en tan compleja y al mismo tiempo gustosa experiencia.

Crítica realizada por Fernando Solla

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