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26.02.2021 Críticas  
Justicia natural

El Teatro Español de Madrid acoge en su sala principal el estreno de ¡Nápoles millonaria!, una producción propia dirigida por Antonio Simón que adapta el texto escrito por Eduardo de Filippo en 1945 sobre las miserias materiales, económicas y morales a que podemos vernos abocados en una situación tan límite como es la guerra.

Cuando hoy nos hablan de la II Guerra Mundial nuestra mente piensa en el período que va del 1 de septiembre de 1939 al 2 de septiembre de 1945. Pero los que vivieron en sus propias carnes aquel tiempo, el fin no tenía fecha. El fin parecía que iba a ser el del mundo tal y como era concebido, el del lugar físico en el que se residía como resultado de un bombardeo y hasta el de la propia existencia como resultado del hambre, la enfermedad, o por el impacto de una bomba o un disparo en el frente de batalla. Una asfixia existencial que marcaba las respuestas, contaminaba las ilusiones y ponía a prueba los principios éticos.

¡Nápoles millonaria! nos presenta una muestra de esas coordenadas adentrándose en el hogar de una familia de la famosa ciudad italiana. Un interior-exterior conseguido gracias al espacio escénico y la iluminación de Paco Azorín y Pedro Yagüe, que nos hace entender sus escasas barreras entre lo íntimo y lo público. Una escenografía que desempeña un papel fundamental en el primer acto, cuando conocemos a los personajes y el espíritu que les une. El de una gran familia con dos círculos, el biológico o nuclear y el vecinal que le rodea. Y el de estar cada uno en contra de los demás, pero vinculados y conectados a la par que se ganan la vida como buenamente pueden e intentan disfrutar de ella en la medida de lo posible.

Una atmósfera de barullo que Antonio Simón plantea con aires de enredo y comedia, generando ritmo a base de entradas y salidas, movimientos escénicos y cruces de intervenciones que nos llevan de unos a otros materializando enseguida la sensación de comunidad. Costumbrismo muy bien interpretado por Dafnis Balduz, Rocío Calvo y Nuria Herrero, en el que la gracia y la sátira maquillan lo duro y árido que supone estar más pendiente de sobrevivir que de vivir.

Los protagonismos individuales de Elisabet Gelabert y Roberto Enríquez, así como su rol como padres y los mimbres de su vínculo matrimonial, quedan más claros en el segundo acto. La trama se hace más seria, pero no renuncia a la comedia, dándole a Lourdes García la oportunidad de brillar con un personaje que en cada intervención se hace con el público. Hasta que la guerra que había estado en segundo plano se hace presente de manera tan repentina como psicológicamente brutal.

Muy bien introducido por la videoescena de Pedro Chamizo, al igual que los anteriores actos, el último bloque de la función tiene aires de fábula y justicia natural. Impera el silencio y con él la sensación de vacío. Un hueco que podría parecer el de la hondura en que nos hemos de ver inmersos, pero que es también el de un montaje que resuelve pero que podría conseguir más si en lugar de acomodarse en su registro, trajera hasta su superficie la emocionalidad y el potencial dramático del texto que tiene entre manos.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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