La Sala Fernando Arrabal de Las Naves del Español en Matadero de Madrid acoge uno de esos textos icónicos del teatro del Siglo XX. Marat-Sade se enmarca en ese teatro transgresor y político de los años 70. Peter Weiss creó una función rompedora, que en la versión que hoy nos ocupa queda algo desdibujada entre tanto dispendio escénico.
Este es un montaje al que solo puede hacer frente un teatro público. Reparto extenso, música en vivo, texto icónico y todo lo que le queramos añadir. Luis Luque, en el que es su segundo trabajo en el Matadero esta temporada –alguien debería revisar este tema- ha campado a sus anchas para intentar crear un montaje memorable. Mucho ruido, mucho espacio. La intención es perfectamente loable y entendible dentro de la ambición creativa. A mi parecer, todo ese aparataje desluce todo el mensaje que debería destilar ese imaginario encuentro entre Marat y Sade.
La función es teatro dentro del teatro. En la casa de salud de Charenton se representa la persecución y asesinato de Jean Paul Marat. Los habitantes de Charenton son pobres almas en el filo de la lucidez. Entre ellos, castigado por su descaro, se encuentra el Marqués de Sade. Antes de presenciar el anunciado asesinato, el texto nos hace imaginar las posibles disquisiciones políticas y filosóficas entre los dos interesantes personajes. Todo ello aderezado con las intervenciones de los demás inquilinos del sanatorio, quienes intervendrán dando voz al pueblo que se rebela y se muestra inconformista ante lo que se le viene encima.
En las interpretaciones hay que destacar a Juan Codina como Jean Paul Marat. Metido en una incomprensible bañera ataúd hace un verdadero recital interpretativo, ya que casi sin gestualidad física, solo con la voz consigue los momentos más interesantes del montaje. Le da la réplica Nacho Fresneda como Marqués de Sade. Tiene Nacho el erotismo y descaro que se le supone al famoso Marqués. Su voz y porte tanto seductores como magnéticos componen sobradamente el personaje. Se echa de menos centrar más el montaje en solo ellos dos. Todo lo demás, a pesar de ser parte de la obra, acaba estorbando por ruidoso e innecesario.
Hemos comentado el amplio elenco, lo que no siempre es sinónimo de gran elenco. Aquí el nivel se queda en un complicado y raspado aprobado. Está Pepe Ocio, Itziar Castro, Francisco Boira. Son nombres importantes y que dan valor a un montaje, pero sus intervenciones no brillan, quedan ocultas en un batiburrillo de ruido y desorden que no viene al caso. Destaco a Eduardo Mayo, a quien no conocía y que fue el que me pareció que conseguía equilibrar sus intervenciones y dotarlas de cierto sentido, modulando cuando era necesario y exagerando lo justo y creíble. Ana Rujas que interpreta a Charlotte Corday, la mujer que asesinó a Marat, hace unos cuantos e incomprensibles kilómetros alrededor del gran escenario. Ana Rujas es buena actriz, pero aquí se le escapa el personaje.
El resto del amplio elenco participa en varios números musicales que intentan darle un toque contemporáneo e innovador al montaje. Esos números van desde una imitación al exitoso Hamilton de Lin Manuel Miranda, al tango de Roxanne de Moulin Rouge, pasando por un toque pop de Zendaya en el Gran Showman. Buenas intenciones si, desde luego, mal resueltas también.
Monica Boromello hace una escenografía con su sello inconfundible, proyecciones en un cubo suspendido y un gran espacio diáfano, en el que la bañera ataúd de Marat se irá desplazando. Los instrumentos se han relegado incomprensiblemente a uno de los rincones.
Este es uno de esos montajes que presiento que levanta pasiones más por las pretensiones que por lo que ofrece. Hay como mucha admiración por todo lo que sea grito y desgarro injustificado. Yo hubiera preferido más sosiego y buscarle un nuevo mensaje al imponente texto de Peter Weiss. Admiro la ambición, pero esta vez me ha sobrepasado.
Crítica realizada por Moisés C. Alabau