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15.12.2020 Críticas  
Cuando la bendición se convierte en una condena

Tras las idas y venidas de estos últimos días con el PROCICAT, el Gran Teatre del Liceu de Barcelona vuelve a programar las funciones de La Traviata de Giuseppe Verdi, una producción extraordinaria de David McVicar y bajo la ávida batuta de la directora italiana Speranza Scappucci.

Si tenemos suerte y el confinamiento no vuelve a afectar (que esperemos que no. Por favor, comportémonos), la ópera La Traviata de Giuseppe Verdi podrá disfrutarse hasta el 30 de Diciembre de 2020.

Por mi parte, tuve la suerte de poder disfrutar de la ópera el pasado sábado 5 de Diciembre, dos días antes que la comisión ejecutiva y la dirección del teatro decidiera cancelar funciones ante la imposibilidad de llegar al 50% de la capacidad del teatro (pasando de las 500 butacas permitidas como tope máximo a las 1144 butacas). Ahora, tras el tira y afloja de los teatros con el PROCICAT, el tope de aforo aplicado a los grandes teatro se ha ampliado y ello ha hecho que el teatro vuelva a reabrir sus puertas.

Efectivamente, ver el Gran Teatre del Liceu con tantas pocas butacas ocupadas crea una sensación extraña en un espacio desangelado que deprime. La distancia social y, sobretodo la seguridad, manda (y así se vela por ella en todo momento en el teatro) pero sigo pensando que limitar a 500 butacas un teatro que tiene más de 2200 disponibles es un sinsentido. Lo mismo ocurre con otros teatros grandes en Barcelona ciudad o cercanías; no me interpreten mal. Si se tiene que llegar al 50% de ocupación, me parece correcto, pero en grandes teatros, no puedes ajustar un número máximo de butacas que no llegue ni al 25% del aforo. Por suerte, el Liceu ha vuelto a abrir sus puertas y podemos disfrutar de nuevo de la soberbia y elegante ópera que nos presenta durante estos días.

Estrenada en Venecia en 1853, La Traviata fue desde el primer momento una obra de una gran modernidad, inspirada en sucesos recientes y mundanos -la muerte por tuberculosis en París de una joven cortesana, Marie Duplessis, la vida de la que transportar a la ficción del escritor Alejandro Dumas (hijo) en su gran éxito La dama de las camelias– y que significó en su momento una gran revolución en el género: no sólo cuestionaba el dominio de la ópera histórica, sino que formalmente rompía con muchas de las convenciones del bel canto y profundizaba en la ambición de Verdi -compartida también por Wagner aquellos mismos años-, de estrechar el nexo entre ópera y teatro, manteniendo el nivel musical al mismo tiempo que se forzaba un avance escénico hacia estándares próximos a Shakespeare.

La historia de La Traviata relata la vida de Violetta, una prostituta con éxito en un París que ya se intuye decadente y golpeado por la tuberculosis. Ella aspira a la felicidad vacía los placeres fugaces, hasta que conoce Alfredo Germont, un admirador que le declara su afecto. Violetta cae vencida por la fuerza del amor incondicional, pero cuando parece adentrarse en una vida mejor -más sencilla, más plena y llena de significado-, la bendición se convierte en una condena, atacada por todos los males posibles: los celos, la traición y la tisis, que acaba con la vida de Violetta y su aspiración de despegar, en vida, a un plano superior. Esta representación del amor -el bien supremo, pero inalcanzable sin sacrificio es la que convierte La Traviata en una ópera inmortal, para todos los siglos y todos los públicos.

La producción que presenta David McVicar en el gran teatro de Barcelona, escenifica perfectamente la sociedad de la época. Cómo utilizan a la mujer cuando les conviene, como la encubran y la vanaglorian y como, tras ello, la dejan caer y la abandonan como si nunca hubiese significado nada. Como si nunca hubiese sido nadie. McVicar realiza estas transiciones temporales de una forma majestuosa recreando un escenario lleno de felicidad y lujo para llevarlo al oscuro y lúgubre momento tísico con el que finaliza (brava iluminación de Jennifer Tipton y preciosa, elegante y bienhallada escenografía y vestuario de Tanya McCallin). Una combinación simplemente exquisita que consigue, como el mismo teatro indica, en pasar del rosa al negro, del estilo galante al realismo. El estilo de ánimo de la cortesana se palpa en el ambiente y su decadencia y enfermedad vuelven el conjunto cada vez más lúgubre; subrayando la sordidez de la sociedad en pro de la cortesana que les ha dado todo lo que tenía y llevándola poco a poco hacia un destino funesto.

El papel de Violetta, la cortesana, esta interpretado por Lisette Oropesa, Pretty Yende, Kristina Mkhitarya y Ermonela Jaho. Una gran apuesta por la dirección del teatro en juntar en una producción a las cuatro de las sopranos más reconocidas en este carácter. Por su parte, los roles masculinos no se quedan atrás ya que en el papel de Alfredo Germont podremos encontrar a Pavol Breslik y Dimitry Korchak; y a los barítonos Giovani Meoni, Ángel Òdena y George Gagnidze como el padre de Alfredo, Giorgio Germont.

En la función que pude disfrutar el pasado sábado 5 de Diciembre, los roles principales fueron interpretados por la exquisita Pretty Yende como Violetta, el preciso tenor Dimitry Korchak como Alfredo Germont y un seguro y presencial barítono en escena como Giovani Meoni como Giorgio Germont. El combo creado en escena entre Yende y Korchak fue sencillamente delicioso, elegante y soberbio. Una interpretación sentida y menos ampulosa de lo que la ópera nos tiene acostumbrados y con una perfecta harmonía entre ellos hizo que la declaración de amor entre ambos «Un dì, felice, eterea» fuera ampliamente agradecida por el público. Destacar también el tema final de la ópera Prendi, quest’è l’immagine en el que Yende realiza una fantástica utilización del recurso cantado de la voz hablado para acercar al público el dramatismo de la escena marcado por su compositor hasta sucumbir en la muerte del personaje. Por su parte, Giovani Meoni se erige como el regio y patético Giorgio Germont quien acude a ver a Violetta y la obliga a que abandone a su hijo por el bien de la familia y su propia reputación; perfecta «Pura siccome un angelo«. Este tratará de resarcirse de su desdicha hacia el final de la ópera en el que tratará de disculpar sus acciones; pero ya será demasiado tarde.

Por otro lado, me gustaría destacar la perfecta actuación del Coro del Liceu, dirigido por Conxita García, quienes, muy presentes durante la ópera (y cantando con mascarillas; algo muy incómodo), realizan los papeles de la sociedad burguesa de la época con exquisita perfección. Es un gusto oír la perfecta conjunción que han conseguido con años de trabajo. Y, por supuesto, hay que vanagloriar el momento del segundo acto, escena segunda, la fiesta en casa de Flora; donde llegan a su punto álgido acompañados de los ocho bailarines clásicos que animan la escena. Una danza sencilla pero vistosa que hace las delicias del público y entre las cuales podremos vislumbrar alguna sorpresa.

Por último, una merecida gran ovación a la Orquesta del Liceu quienes, bajo la batuta de la directora italiana Speranza Scappucci, nos trajeron una partitura interpretada al milímetro. Mostrándonos un gran abanico de composiciones que pasan de las animosas melodías iniciales a las más melancólicas y sentidas bien entrada la mitad de la ópera. ¡Bravo!

Espero que, ahora que el Gran Teatro del Liceu de Barcelona ha vuelto a abrir sus puertas, estas no vuelvan a cerrarse por un repunte de la pandemia. Seamos consecuentes, seamos serios y tomémonos la situación con la importancia que se merece. De ello depende nuestra salud y el salir de ello lo antes posible.

Crítica realizada por Norman Marsà

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