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25.11.2020 Críticas  
El cuento hecho ópera

Podemos asegurar que el Teatro Real es posiblemente en estos momentos uno de los teatros más envidiados del orbe. Abriendo en tiempos complicados y estrenando una producción nueva y espectacular de Rusalka de Antonín Dvorák. La apuesta era arriesgada y el éxito es innegable.

Han tenido que pasar casi cien años para que la sirena Rusalka se atreviera a surcar las aguas madrileñas. La espera ha merecido la pena. La producción que pone en pie el Teatro Real, en coporoducción con la Semperoper de Dresde, el Teatro Comunale de Bolonia, el Gran Teatre del Liceu de Barcelona y el Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia es de esas que no se olvidarán fácilmente.

La historia que cuenta Rusalka está inspirada en el cuento de La sirenita, de Hans Christian Andersen, y que gracias a Disney muchos conocemos bastante bien. Aquí el cuento se lleva al terreno más adulto, pero no deja de ser una conmovedora historia de amor y de mundos opuestos.

Christof Loy ha colocado a los personajes en el foyer de un gran teatro abandonado. Rusalka no es una sirena, sino una bailarina con una lesión que le impide bailar. Su afán y su inocente amor por el príncipe le harán aceptar el maldito trato de la hechicera Jezibaba. A cambio de su voz, podrá encontrarse con su amado príncipe. Poco se imagina Rusalka que el mundo del príncipe es mucho menos cándido e inocente de lo esperado. Su incapacidad para hablar y su inexperiencia en el mundo de la seducción y el amor llevarán a Rusalka a descubrir lo complicados y dolorosos que son los vericuetos amorosos de los humanos.

El encuentro de los dos mundos está perfectamente definido en el montaje. El final del segundo acto, donde Rusalka descubre que su príncipe ha sido seducido por una princesa extranjera es sublime. Un despliegue de bailarines que dan rienda suelta a la lujuria, descubriendo a la inocente Rusalka la parte más carnal del amor.

El reparto es de calidad indiscutible. Las tres ninfas, simplemente perfectas. Eric Cutler como El príncipe está sublime. A pesar de tener que actuar con la ayuda de unas muletas, debido a una reciente lesión, el tenor estadounidense hace gala de un porte y una excelencia reseñables. Aunque posiblemente la incomodidad de las muletas le disminuya precisión, no se puede negar que el esfuerzo y el compromiso son dignos de agradecimiento y así se lo hizo saber el público del Real.

Karita Mattila hace gala de su experiencia en el papel de Princesa extanjera, al igual que Katarina Dalayman como Jezibaba. Lo mismo se puede decir de Maxim Kuzmin-Karavaev en el complejo papel de Vodník.

Pero si hay alguien que será recordada esa es Asmik Grigorian en su papel de Rusalka. Primera vez que interpreta a la inocente criatura y primera vez que actúa en el Real. Puedo asegurar que se ha ganado el corazón de los aficionados madrileños. No solo por la entrega que desprende (ha aprendido a bailar en puntas para el papel) sino porque es de una sensibilidad extrema. Asmik es perfecta para el papel. Escucharla es dejarse llevar por la magia del cuento de Andersen. El final es estremecedor. Los últimos quince minutos de la ópera, que han llegado a ser calificados como de los más bellos de la historia operística, encarnados por Asmik, acompañados por la magistral orquesta dirigida por Ivor Bolton, el bellísimo sonido del arpa tocada por Susana Cermeño, las luces, la figura de Rusalka alejándose en el infinito. Toda esa perfecta combinación de elementos son los que hacen que los espectadores se unan en un aliento único. Simplemente inolvidable.

Crítica realizada por Moisés C. Alabau

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