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26.10.2020 Críticas  
Ocho siglos después

José Luis Gómez vuelve a subirse a las tablas del Teatro de La Abadía de Madrid en un recital en el que combina autobiografía, saber hacer y homenaje a la literatura universal con Mio Cid. Una adaptación del cantar medieval, entre el castellano antiguo y el español actual, firmada por Brenda Escobedo.

Cruz de Caballero de las Artes y las Letras de Francia, Cruz de la Orden del Mérito de Alemania, Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, Medalla de Oro al Mérito en Bellas Artes del Ministerio de Cultura, académico de la RAE… Son muchos los reconocimientos e hitos a lo largo de su trayectoria que abalan la carrera de José Luis Gómez. Uno de ellos fue la fundación en 1995 del Teatro de la Abadía, quizás su proyecto más personal, y de la que fue director hasta febrero del año pasado.

Desde entonces ha seguido vinculado a esta institución como responsable de formación e investigación y con el compromiso de seguir actuando o dirigiendo, al menos, una vez al año. Ambas cuestiones se unen en este Mio Cid en el que ha vuelto a trabajar con Brenda Escobedo, con quien ya lo hizo en su muy particular adaptación de La celestina de Fernando de Rojas. Un tándem exitoso que esta vez parece haberse fijado objetivos aún más complejos y difíciles de conseguir.

El punto de partida es la palabra, las descripciones y hechos que esta transmite. Su esencia, tal y como fue escrita hace ocho siglos, sin actualizaciones idiomáticas, lingüísticas o estilísticas. Evidentemente, esto dificulta el seguimiento desde la butaca, nuestros oídos no están habituados a aquella morfología y sintaxis. Los ochocientos años que nos separan desde que fueron fijadas por un autor desconocido hacen que más que de una retórica, seamos testigos de una sonoridad muy sustentada en las intervenciones musicales de Helena Fernández Moreno.

La también actriz no solo se sirve de la percusión del piano, sino que extrae de su estructura cuantos registros es capaz para darle tono, ambiente y atmósfera a la intriga y la acción que transmite certera y eficazmente un José Luis Gómez convertido en dueño y señor del escenario con su mera presencia. Como extra, las sombras que dan eco a los pasajes de mayor tensión. Como necesario, un par de pantallas discretas en los laterales -a la manera en que lo hacen los teatros operísticos- en las que se pudiera seguir su texto para permitirnos disfrutar de su hondura y llegar al nivel de gozo que, probablemente, solo el oído de un filólogo podrá alcanzar.

Unos y otros, lingüistas y espectadores mundanos, convergemos en los pasajes en que Gómez se traslada hasta el presente para hacer síntesis del porqué del arte y ensayo, la experimentación y el riesgo de este espectáculo. Pequeñas píldoras en que se recuerda -su infancia en Almería-, se reivindica -su formación en Alemania, incluyendo la declamación de un pasaje del Segismundo de La vida es sueño en germánico- y se reafirma en sus convicciones -la escritura como fijación de nuestro sentir y su vocalización como manifestación de nuestra capacidad de comunicación-.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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