novedades
 SEARCH   
 
 

02.03.2020 Críticas  
La tragedia es el amor

El Teatre Eòlia propone con L’amor (no es per a mi, va dir Medea) una mirada actual y posmoderna a un personaje al que siempre se ha juzgado negándole el derecho a una defensa inherente. Queralt Riera suprime el veredicto y explica su verdadera tragedia: el amor. Tres voces dan vida a una misma y, por fin, poliédrica protagonista.

Resulta evidente decir que las mujeres estaban excluidas de los círculos de decisión en la Atenas clásica. Pero, ¿y ahora? Sin aspavientos innecesarios ni voluntad de mostrar gratuitamente una erudición exhibicionista, sí que detectamos en la visión de Riera una gran fortaleza como literata. Fiel defensora de una dramaturgia que bebe de la poética y de su función estética para dar forma y contenido sin embellecer porque sí, la autora avanza un paso más y utiliza su propia creación como libertadora del personaje y de su naturaleza femenina. En el terreno de la imaginación, aunque recurriendo al contexto social y cultural, la literatura a menudo representa situaciones de manera bastante deliberada, que son lo contrario de la norma y lo opuesto de lo posible. Desarrollar ideas implícitas a través de la ficción para confrontar y encarar nuestra realidad más inmediata y la manera en que percibimos y nos relacionamos con el mundo que nos rodea, incidiendo e impactando en nuestras acciones y decisiones y reconfigurado nuestra relación con el mismo no es tarea fácil ni está al alcance de todo el mundo.

Queralt es valiente y asume semejante responsabilidad y compromiso que, a la vez, desarrollan y favorecen cualquier manifestación artística como bien cultural y primordial para la sociedad. Lo que Eurípides y Séneca promulgaron hace milenios, hoy lo difunde esta creadora. Y no, no nos encontramos ante una versión, ni siquiera actualización al uso. La dirección escénica resalta la vocación del texto de propiciar esa connotación trágica del personaje original para la mayoría de las situaciones. En un momento clave del relato clásico, extensible al grueso del género al que representa, Medea sale de casa para dirigirse al coro y pronunciar un largo discurso conteniendo su dolor y mostrando autocontrol. En esta ocasión, nosotros somos el coro al que habla(n) directamente la(s) protagonista(s). Nuestra condición de espectadores se asimilará a la de dicha agrupación en la tragedia clásica, ya que siempre estaremos presentes y aunque no podamos intervenir en la acción dramática sí que nos sentiremos interpelados y no habrá ni un segundo en el que nuestra capacidad de discernimiento pueda dormirse. Esto supone un giro interesante también hacia el público, ya que aquí se superará su tradicional cláusula inactiva, esa aparente incapacidad o «destino trágico» de su falta de voluntad participativa.

La hipocresía de la ficción. Es curioso cómo desde la antigüedad, fundadora del imaginario colectivo y de nuestra relación con la ficción y la inventiva del mundo intrínseco y sensible, se ha condenado a la mujer. El simbolismo y su carga alegórica parecen no tener cabida para ella. Ahí están Antígona, Clitemnestra, Lisístrata o Medea. Sus palabras y actos se han tomado universalmente de modo literal y simplificado. En el caso que nos ocupa, mujer desnaturalizada por infanticida en agravio comparativo contra las gestas bélicas de los hombres, a los que se encumbraba y glorificada como héroes de un modo épico. Estas palabras y actos son prácticamente imposibles de valorar como comentario social no solo porque son inventados sino también porque son producto de la imaginación de los hombres atenienses. De modo activo o reactivo, piezas y personajes que son reflejo de una articulación del punto de vista masculino y de un lenguaje también dominado por hombres. Lo mismo para el espacio público (política, economía, propiedad) y el privado o doméstico. En el ámbito público, la mujer era también pública, es decir prostituta. Ahora todavía extraña y forastera en muchos ámbitos o por lo menos en su justificación proporcional. No se habla de esto en la pieza que tenemos entre manos, pero la reflexión viene a la cabeza y demuestra el valor de la visión y aproximación de las artistas implicadas.

De este modo, conoceremos a Medea en distintas escenas y edades. Desde los ocho a los ochenta y ocho años. Sobre el papel, muchas lecturas y órdenes posibles. Sobre las tablas, se presentará al personaje en forma de uve. Empezamos con la Medea anciana, instalada en un sillón de una residencia. Un acontecimiento aislado (aunque muy presente y en aumento en nuestro contexto social más próximo) le hará recordar su desierto interior. Desierto (ella es el desierto) y mar. Ya desde el principio se introducirán los elementos, también a través del espacio escénico de José Menchero. Un cortinaje dorado cuyas ondulaciones recuerdan al oleaje y su textura entre áurea y niquelada a un arenal tan baldío y deshabitado con el interior de la protagonista. Sobre el suelo, un mar de plástico azul celeste. Plástico, ese material mezcla de compuestos orgánicos y sintéticos. Maleable y moldeable como el amor. Una silla móvil que puede ser a la vez ortopédica, trono o butaca. Como último objeto en escena, el piano. Interpretado por Joan Alavedra, que ha compuesto una pieza especialmente para la ocasión y que él mismo interpreta como la tercera voz de la protagonista. A veces más presente y otras como si de un refuerzo a modo de «pizzicato» se tratara. Cuerda tensada en armonías e inarmonías, algo que sienta realmente bien al desarrollo de la función. En este espacio, físico y sonoro, se intercalarán las edades de nuestra(s) Medea(s), unas espléndidas Patrícia Mendoza y Rosa Cadafalch, que se irán vistiendo ante nosotros hasta converger en edad y acción en el pico final. Del camisón inicial a las piezas progresivas y finales el uso caracterizador del vestuario está muy bien connotado e introducido.

El acompañamiento mutuo de ambas protagonistas es un gran triunfo de la función. También su planificación e intensidad. Un monólogo inicial holgado de la mujer anciana con apariciones intermitentes de la niña, adolescente y joven, que progresivamente irá ganando presencia, igualando su comparecencia en escena de modo simétrico a la coincidencia longeva de ambas hasta fundirse en una. En el caso de Cadafalch, la actriz nos introduce en el que para nosotros es un viaje iniciático porque ahí conoceremos al personaje aunque para ella es culminante porque recoge toda su experiencia vital. A Mendoza la conocemos como niña, amiga, pupila, hija… Ella es la soledad de Medea ante la ausencia o lejanía del amor paterno y después del de su marido. La cualidad formidable de la actriz y la vulnerabilidad de la heroína se entrelazan brillantemente en su desempeño. Caminando frustrada por estos barrios sucios de la incertidumbre y comerciando con ironías y tribulaciones mordaces y extremas, ella es la encarnación de la ruptura con esa interpretación errónea de la tragedia clásica. Aquí (como allí si la lectura es cuidadosa) la decisión fatal no es por venganza sino como inmolación que salva de un destino infortunado al fruto de un amor que ya no existe y rechaza rebajar su calidad de extranjero de sí mismo. Esto casa muy bien con la primera imagen que da salida a la función. Cadafalch domina y se instala en una dicción y pronunciación más volátil y abstracta, que introduce e instaura el matiz poético y en el que ambas actrices acaban conviviendo.

Las dos se convierten en las mejores embajadoras posibles de «la comunidad de los anillos» de Riera. Ocho y ochenta y ocho. Símbolo acostado del infinito. Ejemplo numérico de tantos y geniales anillos de cálculos. Alrededor de los personajes masculinos que comentábamos, de los hechos del pasado y las circunstancias de cada «presente», de la impresionante destreza de la autora para aludir a la realidad de nuestro aquí y ahora desde matices, connotaciones, detalles… De Patrícia destacamos todavía más si cabe, esos instantes alucinantes en los que todo su sistema parece colapsar bajo la presión de una relación claustrofóbica y en la furia afligida (y aquí se suma Rosa) con la que se prepara para el «acto culminante» a modo de manual de instrucciones. Esa mirada entre horripilante y penetrante así como la escena del parto, podrían situarse de pleno entre lo mejor de la temporada que nos ocupa. No es habitual encontrar una Medea en el que el vacío del «triunfo» de la protagonista se transmita con tan desgarradora desolación. Juntas rompen con esa visión patriarcal e histórica que constriñe al personaje y la re-bautizan hasta convertirla en la barcelonesa Medea Mendoza i Cadafach.

Finalmente, aplaudimos una vez más la capacidad de Riera para caracterizar y desarrollar al personaje a través del lenguaje y de cincelar a esta mujer del siglo XXI en un final que condensa y abraza toda la intensidad conseguida por las actrices en una última y devastadora oración final que lo dice todo. De los Países Bajos y Bélgica a Barcelona. Si los Dood Paard sacudieron pieza y personaje con su MedEia en 1998 y Tom Lanoye se marcó un buen tanto con Mamma Medea en 2001 (y que aquí vimos en el Teatre Romea dirigida por Magda Puyo siete años más tarde), nuestra autora va todavía más allá y rompe las «tradicionales» dualidades que buscan explicaciones para apaciguar cualquier objeción con la que nos atrevamos a juzgarla. Entre el mundo mítico y el contemporáneo, el bárbaro y el civilizado, el masculino y el femenino, el amor y el desamor. Aquí es el amor, siempre el amor. La única tragedia es el amor. Y cuando se trunca pues, se acabó. Con todas las consecuencias y, sobretodo, gracias a la valentía y el talento (y talante) de dos actrices que alcanzan a la vez lo terrenal y lo estratosférico.

Crítica realizada por Fernando Solla

Volver


CONCURSO

  • COMENTARIOS RECIENTES