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15.02.2020 Críticas  
La ulceración del poder dominante

El Escenari Joan Brossa se convierte en particular museo que muestra la podredumbre de las clases dirigentes con Decàdencia. Subir a las tablas a Steven Berkoff supone siempre un riesgo considerable. La propuesta de Glòria Balañà consigue transmitir esa incomodidad placentera tan característica del autor gracias al trabajo de un equipo inspirado y cómplice.

Que Míriam Alamany y Carles Martínez son una pareja escénica todoterreno es algo que venimos comprobando desde hace años. Hay un diálogo silente e íntimo entre ambos que denota un conocimiento y connivencia trabajados en el escenario que, de algún modo, dibuja un recorrido compartido y un conocimiento del qué, cómo y porqué de los dos cuando se enfrentan a un personaje o llevan adelante una propuesta compartida. Esto se traslada también a Balañà, que ya los dirigió hace tres temporadas en Les cadires. En esta ocasión, el reto es todavía mayor si cabe. ¿Cómo se interpreta la frivolidad y banalidad del poder dominante alcanzando también sus efectos, consecuencias y contagio tanto en las clases altas como en las más modestas que las toman como ejemplo modular? Comedia feroz desarrollada a partir de la sátira, el escarnio y la mordacidad contra la gran mascarada agresiva y violenta de la escena social.

Traducir la intención con fidelidad hacia la forma. Eso es lo que han conseguido Neus Bonilla y Carme Camacho al verter y descifrar al terrible (y temible) Berkoff. Han sabido trasladar al catalán ese lenguaje sucio que los personajes usan para hablar de temas sonrojantes. Una mudanza que mantiene los comentarios políticos y sociales del contexto geográfico y temporal original manteniendo el verso y todo su propósito. De este modo, el texto se convierte en secuaz para que los intérpretes brillen en escena propiciando la muestra del horror que provocaba en el autor el esnobismo de las clases «altas» y también la incapacidad de verse como individuos equivalentes o sentimiento de inferioridad de las clases «bajas». Esta integración del verso, especialmente en los monólogos pero también en el intercambio de los diálogos, permite que la pieza funcione aquí como en su contexto original y a muchos niveles, desde la excitación más inmadura hasta las múltiples capas de significado formal y temático.

Esta función estética del lenguaje verbal se traslada a todos los demás incluidos en el discurso dramático. El espacio escénico y vídeo de Alfonso Ferri y Laia Tubio y la iluminación de Sylvia Kuchinow marcan el lugar y desplazamiento de los protagonistas, que se convertirán en piezas de este particular museo y así nos lo insinúan los cambios y transiciones escénicas. Movimientos dirigidos hacia un punto difuso del espacio pero que prácticamente nunca será abandonado por los interpretes, ni siquiera en los cambios de rol. Sala de exhibición y cuadrilátero. El vestuario de Alberto Merino y la peluquería y maquillaje de Alicia Machón visten y desvisten a la(s) pareja(s) protagonista(s) como si se deconstruyera la imagen de una pieza de época de Pierre Choderlos de Laclos. Pinturas en movimiento que contrastan con un uso muy acertado de las proyecciones fijas de lienzos que en algunas ocasiones serán más alegóricos y en otras más redundantes con respecto a lo que se dice o hace en escena. Un museo que gracias al diseño de sonido de Àlex Polls y a la elección de piezas musicales muy concretas y mucho más contemporáneas mudará en instalación performativa que, en el fondo, refleja un modo actual tras el que se escuda la afectación o postureo (de nuevo, el esnobismo) de hoy en día. Al fin y al cabo, Berkoff cita, interpela e increpa al público, es decir, a nosotros.

En este contexto sorprende la quietud con la que Balañà presenta a los protagonistas. Una apacibilidad que ofrece las réplicas como flotando en una balsa de aceite. En conjunto, la descripción de trama y distintos personajes interpretados por esta pareja de artistas queda algo difuminada en favor del texto y su carga ideológica, ya que su poderío y visceralidad copan todo el protagonismo, así como la asesoría en el movimiento de Montse Colomé que tanto Alamany como Martínez integran con pericia e ingenio. En un contexto receptivo actual, los tramos finales de las piezas de Berkoff suelen reincidir en explicar algo que durante el recorrido y desarrollo de la pieza ya habíamos asimilado. Esto sucede aquí también, pero gracias al talento de los intérpretes y a la propuesta diseñada por todos y ya descrita, se nos pasa la pelota a los que ocupamos el patio de butacas. Construcciones complicadas que en sus manos, cuerpos y voces nos llegan con fuerza. Ambos se desdoblan en las distintas parejas y lideran un juego difícil con poca conversación y mucho trabajo físico. Cada uno a su manera pero con una armonía equilibrada y proporcionada combinan una rica variedad de expresiones faciales enlazada con una dicción y elocución excelentes, creando imágenes (no olvidemos que nos encontramos en una ilusoria pinacoteca) vívidas y alegóricas. Nunca un listado o descripción y custodiando el pulso de un texto expresamente no estructurado de modo convencional. Juntos, nos mantienen en un estado de éxtasis permanente durante toda la función. La descripción de la homosexualidad «casual» y encubierta o la cena después de la asistencia al teatro son buena prueba de ello.

Finalmente, nos encontramos ante una propuesta que se beneficia del buen entendimiento entre directora y pareja protagonista, por un lado, y traductoras y autor por el otro. Nos querremos ver más o menos reflejados pero realmente no habrá opción. El efecto que produce la visión de Decadència nos sugestiona de un modo aparentemente divertido pero progresivamente incómodo, retador y complejo. Berkoff es incivil en su acidez y descarnado en su crítica. El escarnio es también (a día de hoy quizá especialmente) para nosotros, los blancos. Esos que nos sentamos tras el cordón limitador de paso y no creemos ser cómplices y parientes en esta ofensiva cuando en realidad estamos en el punto de mira y aplaudimos desde el campo minado en que debería convertirse el patio de butacas.

Crítica realizada por Fernando Solla

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