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07.02.2020 Críticas  
El nacimiento de un clásico (sin fecha de caducidad)

La Sala Flyhard se marca un tanto importante con Lo nuestro. La pieza de Eu Manzanares se sitúa como uno de los platos fuertes de la temporada. Texto, dirección e interpretaciones de altura para reflejar una realidad que no suele subir a las tablas. Un retrato familiar que (des)dibuja y (re)define a cada personaje a partir de los roles que representa y perpetúa. Espectacular.

Dos obras vienen a la cabeza durante la asistencia a esta pieza. Durante y mucho después, porque el poso que deja la propuesta es imperecedero y creciente. Natale in Casa Cupiello (1931) y A View from the Bridge (1955). Esto significa poner nuestra mirada y escucha en Eduardo De Filippo y Arthur Miller. Si conseguimos situarnos en un estado anímico y mental capaz de contener y sostener toda la carga ideológica y humana de ambos y todavía tenemos espacio para el camarada Arnold Wesker y su «Kitchen Sink Drama» ya podemos intuir la trascendencia de Lo nuestro. Resulta realmente reveladora la capacidad de observación de Eu Manzanares y cómo consigue plasmar y desgranar un posicionamiento firme y robusto mostrando todas sus dobleces y enfilando sus contradicciones sin temor alguno.

Por otro lado, está muy bien pasear nuestra mirada nostálgica por las fachadas deslustradas de Nápoles e imaginar quién habita su interior, trasladarnos a Reed Hook (al noroeste de Brooklyn, donde también es Nueva York) o al East End de Londres. Identificarnos con lo que allí sucede de un modo tanto o más intenso que si nos estuviese sucediendo a nosotros mismos. No hace falta seguir por aquí. Si esto funciona así, es por el talento de los autores para reflejar y convertir en protagonistas a personajes pertenecientes a grupos sociales que nos gusta observar desde una cierta distancia y con los que sin embargo nos incomoda identificarnos abiertamente. Además, y aquí reside la persistente potencia de todos ellos, se centra en el núcleo familiar y en lo difícil que resulta la convivencia cuando nos enfrentamos ante las adversidades del sistema y el entorno. La propuesta que nos ocupa aporta una dosis de realidad y neutraliza cualquier escudo o coraza que podamos sujetar, conectándonos de un modo muy íntimo, veraz, afectivo y efectivo con los cuatro protagonistas.

Tanta la autora como la dirección de Mercè Vila Godoy los convierten también en símbolos de la generación a la que pertenecen y reflejan tanto su situación en el mundo a nivel individual (su mundo) como la convivencia y confrontación en el compartido. Lo externo con lo cotidiano o privado, lo nuestro. El texto brilla y aporta soltura para reflejar la realidad lingüística de la Barcelona de muchos, que al final también es la de todos. La que mezcla el catalán y el castellano con total naturalidad, familiaridad y franqueza. Si el lenguaje muestra y transforma en palabras el mundo y la manera de sentir y relacionarse con el prójimo y en sociedad de cada individuo, esta obra sube esta propiedad comunicativa al escenario. Y sí, de manera coloquial y sin tener en cuenta el currículum académico de cada uno (en muchos casos, otra forma más de clasismo). Porque en casa, alrededor de la mesa, ninguno tenemos ni el Pompeu Fabra ni el Diccionario de la Lengua Española de la RAE o el del Institut d’Estudis Catalans junto al agua, el vino y los cubiertos. Distintos lenguajes también en función de la tribu urbana que compartimos en el exterior del hogar y luego nos llevamos a su interior (otro tipo de choque entre realidades). Roles y lazos, cooperación y grietas, también entre miembros, los unos con(tra) los otros. Con rencor, con amor, mostrando el sentimiento de desamparo individual ante la situación laboral, la dificultad del presente, la incertidumbre del pasado. En este contexto, ¿la esperanza puede estar supeditada a algo más que no sea el azar?

Ellos son los Guerrero Fernández. Y en escena les dan vida unos inmensos Paul Berrondo, Eli Iranzo, Pau Poch y la misma Eu Manzanares. En este terreno, lo primero que hay que destacar es el entendimiento absoluto entre texto, dirección e interpretación. Ya no se trata de verosimilitud sino de una increíble y maravillosa corporeización de todo lo que hemos descrito hasta aquí. Las réplicas no se dicen sino que se viven de un modo tan especial que la conexión entre los cuatro y el público es estratosférica. Lo que se dice y lo que se calla, la actitud mutable en algunos momentos y la firmeza cuando deben mostrarse los principios o ilusiones puestas en entredicho. La mirada dolida y autocompasiva del primero, iracunda. La ternura, combinada con momentos de autodeterminación impagables de la segunda. La facilidad para mudar de la ligereza aparente e irreflexiva del joven que interpreta Poch hacia la ebullición de todas sus frustraciones tan o más razonadas que las del resto. Y Manzanares, que es, también como actriz, un huracán, pura adrenalina escénica. Probablemente la energía a raudales mejor dosificada y encarrilada de la temporada. Juntos naturalizan y escenfican esta última cena del año durante cada función gracias a la escenografía de Jose Novoa y al ángel de la guarda de la casa (Xavi Gardés) que con su diseño de iluminación y espacio sonoro se ncarga de que el ambiente y las transiciones fluyan a la perfección. Detalles como algún guiño musical o la defensa que se hace del arte dramático como oficio que también puede elegir la hija de un obrero de fábrica (claro que sí, ¿por qué no?) terminan de redondear tanto la forma como el fondo de la propuesta.

Una comedia que, como en las de De Filippo, se empieza con aparente felicidad y diversión y muestra situaciones que, sin darnos cuenta, se revelan como verdades universales y en el fondo trágicas. Este viaje es lo que plasma a la perfección Manzanares y todos sus cómplices en el proyecto. A nivel dramático, este juego es muy enriquecedor para los intérpretes y para los espectadores. Ninguno tendremos un segundo de respiro y nos dejaremos arrastrar por el torbellino de emociones, sensaciones y realidad en que se convierte Lo nuestro. Luchas ordinarias del proletario que, en algunos momentos, nos sitúan en algo cercano al drama desgarrador de Miller. Quizá los acontecimientos íntimos y domésticos, los celos y pequeñas traiciones, no busquen la intensidad de La tragedia y el hombre común, pero esa supeditación del devenir y posibilidades de las personas al lugar/clase/urbanismo/poder adquisitivo (digámosle como queramos) y las dificultades para salir de ahí nos tocan profundamente. Los Guerrero Fernández seríamos como los judíos pobres y humildes de las consideradas clases más bajas de Wesker. Y de él, se mantiene ese centro en las experiencias de la clase trabajadora urbana y el reflejo artístico del realismo social. También el núcleo familiar como punto de partida y origen beligerante y combativo. Ojo al último y culminante tramo de esta pieza. Realmente fantástico y fulminante. Dinamita en forma de estirpe que muestra el noble abolengo del corazón de los más humildes. El apellido Guerrero no podría estar mejor elegido.

Finalmente, Lo nuestro se convierte en una pieza que deja huella. Por encima del retrato familiar concreto, que dibuja con toda su idiosincrasia, y de las fechas en las que se sitúa la acción lo que consigue Manzanares es muy importante. Una pieza que hace de lo combativo y lo inconformista una actitud transversal, también en lo referente a la dramaturgia. Una estampa cercana y local que sitúa en el centro, con honra y sin más desventajas que las existentes en nuestro entorno, a una familia que vive en el extrarradio y a partir de ahí trabaja de un modo eminentemente tangible la idea de periferia. Lo dicho, si la sensibilidad napolitana exportó Natale in casa Cupiello, la barcelonesa puede defender y difundir por todo el mundo con orgullo y entusiasmo Lo Nuestro. Desde ya mismo un clásico contemporáneo sin fecha de caducidad. Contra el clasismo, realidad firmada por un nombre propio: Eu Manzanares.

Crítica realizada por Fernando Solla

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