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27.01.2020 Críticas  
Entre la nostalgia y la permanencia

El Gran Teatre del Liceu recupera la que probablemente sea una de las producciones más icónicas de la casa, sino la que más. Decir Aida aquí es decir Josep Mestres Cabanes. Última oportunidad para disfrutar de una escenografía majestuosa y que nos devuelve el alma y corazón del oficio convertido en obra de arte.

Parecía complicado que esta mirada nostálgica no anegara el conjunto. El resultado, en cambio, es refrescante y buen reflejo de la popularidad del título. Resulta curioso ver cómo esa búsqueda incesante de la renovación en las aproximaciones nos sitúa en las antípodas de lo que encontramos aquí y, sin embargo, durante y después de la asistencia, un pensamiento resuena en nuestra cabeza: ¿Y si muchas más puestas en escena fueran así? El trabajo de Mestres Cabanes es una delicia visual y un festival pictórico de perspectivas y dimensionamiento escénico. Vale la pena detenerse aquí. No es habitual encontrarse con una escenografía que entienda tan bien los requerimientos de esta (ni de alguna otra) ópera. Frontalidad para que las voces de los solitas y los grandes coros lleguen con toda la potencia y apasionamiento que la partitura demanda y espacio para que las coreografías, movimiento en suspenso y efectos convivan y fluyan en escena.

En este sentido, el excelente permanece gracias también al gran trabajo de adaptación y restauración de los decorados de Jordi Castells y la extraordinaria iluminación de Albert Faura, que facilita y propicia tanto la intimidad como la espectacularidad de cada situación y acto creando atmósferas increíbles. No es habitual priorizar tan extremamente la puesta en escena al valorar una ópera, pero la ocasión es excepcional y lo merece. Siguiendo por el terreno más formal, el vestuario de Franca Squarciapino casa a la perfección con el trabajo del pintor catalán y nos traslada a un Egipto legendario y mitificado. Una verdadera orgía visual de colores y texturas que, a la vez, consigue grandes momentos en combinación con la espectacular, grandilocuente y efectiva coreografía de Angelo Smimmo. Con todos estos ingredientes, la dirección de Thomas Guthrie promueve que la energía e ímpetu vocal de las figuras titulares se priorice antes que un movimiento escénico mucho más reposado y contemplativo.

La dirección musical de Gustavo Gimeno se enfrenta a una partitura archiconocida de Giuseppe Verdi. Máximo exponente de la ópera italiana que encuentra en su batuta un cómplice hábil y diestro que brilla especialmente en la marcha triunfal y que promueve un balance muy logrado entre la musicalidad de las notas y las palabras. Especialmente inspirado el coro dirigido por Conxita Garcia.

Y centrándonos en el trío protagonista, aplaudimos el empaque de Clémentine Margaine con una Amneris que se convierte en la reina de la función en todas sus apariciones. La mezzosoprano deja atónitos a todos los asistentes con la gran escena de su personaje en el acto cuarto y entusiasma con su «L’aborrita rivale a me sfuggia». Yonghoon Lee pisa el escenario con una energía huracanada y muy bien vehiculada desde su posición de tenor. Espectacular desde la inicial «Si, corre voce I’Etiope ardisca» hasta la concluyente «Morir! Si pura e bella». A su vez, la soprano Angela Meade encauza los pasajes dramáticos y, a pesar de algún titubeo en la noche del estreno, sitúa al personaje donde debe estar. Muy emotiva en «Ciel, mio padre! Rivedrai le foreste imbalsamate» y «La fatal pietra sovra me si chiuse».

Finalmente, puede que el libreto de Aida haya quedado un punto desfasado a día de hoy. En cualquier caso, un vehículo cómodo para la grandiosidad de la partitura de un Verdi que también aquí se preocupó por la proximidad hacia las clases populares. Con esta propuesta, y una vez más, esto nos llega con toda su potencia y fulgor. Una «Grand Opéra» que podemos disfrutar con un despliegue escénico majestuoso y una pareja protagonista que debuta en sus respectivos roles con ánimo, adecuación y conveniencia.

Crítica realizada por Fernando Solla

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