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29.11.2019 Críticas  
Virtuosismo rococó, planetas sinfónicos

El reciente concierto de la Orquestra Simfònica Camera Musicae en el Palau de la Música Catalana de Barcelona ha sido todo un despliegue de emociones y virtuosismo alrededor de dos autores: Piotr Ilich Tchaikovsky y Gustav Holst.

La orquesta, bajo la batuta de su director titular Tomàs Grau, comenzó la primera mitad del programa desprovista de toda su sección de percusión y acompañada por el solista francés Gautier Capuçon, violoncelista de talla mundial. La propuesta de las Variaciones Rococó de Tchaikovsky implicaba arrancar de un tema principal sobre el que ir ejecutando una serie de ocho variaciones con tempos sutilmente distintos, del «Moderato assai quasi Andante» y «Moderato semplice» iniciales al «Allegro vivo», pasando por el «Andante sostenuto», «Andante grazioso» o «Allegro moderato». El reto no solo consiste en el cambio de tempo, sino en las peculiares interacciones que se van desarrollando entre la orquesta y el violoncelo, un estira y afloja en que ambas partes deben escucharse muy bien y que deja espacios interesantes para la expresión personal.

El virtuosismo de Capuçon convirtió lo que podía haber sido un ejercicio de estilo en una sesión de pura magia musical: su extraordinario violoncelo Goffrillier de 1701 sonaba magistralmente en sus manos, con un timbre muy particular, y le permitía destilar con su arco los sonidos y las emociones precisas a cada movimiento. Capuçon acometió con dulzura máxima los pasajes más sutiles y con la velocidad del relámpago los más enérgicos, exhibiendo el gran rango de notas de su ancestral instrumento e incluso imprimiendo particulares movimientos a su arco (como un cuchillo, como un sacacorchos) para llegar a las duraciones, las vibraciones o las expresiones que quería transmitir. Todo ello, en perfecta sintonía con la OCM y con un carisma personal superior.

Tras la ovación que recibió la coda final, ofreció aún dos bises: una pieza de Faure, acompañado de otros cinco violoncelos de la orquesta, y finalmente, en honor al marco del concierto y a su instrumento, el Cant dels Ocells de Pau Casals, al que la OCM ofreció un marco atmosférico en el que el violoncelo y la emoción compartida del solista y el público se hicieron palpables.

Despidiéndonos del incomparable Capuçon, el fin del intermedio trajo consigo de la Orquestra Camera Musicae en pleno. Y no era para menos: la suite de Los Planetas de Holst (una de las obras favoritas de quien escribe) requiere de todo el repertorio sonoro que puede ofrecer una sinfónica, empezando por el potente tema de «Marte, el portador de la guerra». Y la OCM cumplió las expectativas: atacó con violencia ese primer tema, escrito en 1914, pero que parece transportarnos indistintamente a la implacabilidad de la Gran Guerra (de todas las guerras) o a una invasión marciana con platillos voladores… en la que, indudablemente, perdemos.

Las arpas románticas de «Venus», la agilidad fluida de «Mercurio, que parecía saltar entre las secciones de la orquesta, ese encuentro entre el mundo urbano y las grandes llanuras americanas que evoca «Júpiter, los movimientos fúnebres de «Saturno» o la magia en acción de un «Urano» que no para de lanzar hechizos si no es para proseguir momentáneamente sus estudios (con algo del «Aprendiz de Brujo» de Dukas)… la OCM presentó cada una de las piezas en todo su esplendor, brillando en su conjunto y en sus partes. Cuando llegó a la última pieza, «Neptuno, el místico, le acompañó el Cor de Noies del Orfeó Català, un océano de sirenas que se apoderó por momentos del tema y que le imprimió una última dosis de secretos y enigmas.

Un trabajo excelente con una selección de obras muy bien escogida, pensada para apasionar al público melómano, y transmitir la pasión por la música sinfónica a las nuevas generaciones.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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