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19.07.2019 Críticas  
El ritual de la empatía

Taylor Mac: la leyenda. Con 50 obras de teatro a sus espaldas, el polifacético estadounidense visitó Barcelona con la versión abreviada de su espectáculo cumbre: A 24-Decade History of Popular Music, que originalmente duraba 24 horas pero que pasó en el Teatre Lliure de Montjuic, durante el Grec Festival, a solo dos. Y ¡qué 120 minutos…!

Los recuerdos de la noche que pasamos junto a Taylor Mac son confusos. Como un sueño compartido entre todos los que estábamos en las butacas de la Sala Fabià Puigserver. ¿Estábamos en las butacas? No todos. No todo el rato. Algunos subían al escenario, llamados por el oficiante de aquella ceremonia de exorcismo, de comunión, de sacrificio. Ellos y ellas eran el sacrificio. Se sacrificó la persona, para encumbrar el verbo. Se sacrifió al heteropatriarcado. Se sacrificó la heterosexualidad.

Taylor, vestido con un brillante drag de espumillón creado por Machine Dazzle, cuyos tonos recordaban a la bandera norteamericana, entró cantando una versión casi punk de Amazing Grace. «En la era Trump, Estados Unidos ya no tiene gracia. Cantar esta canción es ahora un acto de rebeldía», nos dijo en inglés, mientras otro drag local con bigote, Quim Pujol, traducía al catalán para la mitad del aforo que no era americana. Poco después dedicaba la única canción hetero de la noche: el «Born to run» de Bruce Springsteen.

Los arreglos de Matt Ray, al piano, se sucedían brillantemente. Gary Wang acariciaba el bajo, Bernice Brooks marcaba el ritmo a la batería, Viva DeConcini lo daba todo a la guitarra y Greg Glassman propulsaba la trompeta. Y Mac iba hilando los temas con una agilidad pasmosa, subiendo y bajando, ardiente o íntimo, cómico o mortalmente serio, tornadizo, con un discurso a ratos de reivindicación queer, otros de simple reivindicación histórica. Mac le dedicó a Ada Colau una breve versión en catalán del tema de Spiderman. Eso le llevó a Marsha P. Johnson y Stonewall. Luego a un «Only You» contra el patriarcado. «Gloria» de Laura Branigan (post Tozzi) por el feminismo abierto. Después el multipremiado creador se adueñó del «Snakeskin Cowboy» de Ted Nugent para darle una vuelta de 180º a su homofóbico contenido.

En cierto momento, avanzada ya la velada, había más personas en el escenario que en la platea. Arriba, bebían cerveza. Abajo, todos debíamos bailar un lento romántico con una pareja contraria a nuestra opción sexual. Había risas. Incomodidad: ese era el objetivo primero de Taylor Mac. O el anunciado: el segundo, la inyección tremenda de empatía por la vía de la identificación inevitable con El Otro, estaba culminando. Hizo entonces su aparición especial Mariola Membrives, fascinante cantante de flamenco y de jazz a la que pudimos ver hace poco en el Federico García de Pep Tosar, que ayudó a Mac a llevar una de sus canciones al español latino, para oprobio de Trump, y que luego cantó en solitario una versión hipnótica de «La Tarara» de Lorca.

Después de un cambio de vestuario llegaron los tonos espectrales de «Ghost Riders in the Sky», con distorsiones y ecos vocales y guitarreros que nos hacían pensar que, en efecto, los jinetes fantasma venían por el cielo a por el ganado del diablo. Al final de la noche todos cantábamos «The People Has the Power» mientras una colla castellera levantaba un pilar de cuatro: lo cantábamos, sí, pero en el fondo queríamos decir que Taylor Mac lo tiene. Tiene el poder de comprender perfectamente para quién actúa, modelar su espectáculo y dosificar muy inteligentemente sus referencias en función del público. Es el amo del contexto. Domina el texto, las canciones, la platea. Hace lo que quiere con todos los espectadores, que no queremos sino poder disfrutar algún día de su versión total del show, las 24 horas.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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