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03.06.2019 Críticas  
Incertidumbre ética

Física cuántica, uranio, reactores, guerra, nazismo, Hiroshima, bomba atómica. El Teatro de la Abadía propone un montaje de alta radiación. Claudio Tolcachir dirige con maestría quirúrgica a tres portentos escénicos. Copenhague es una lección de historia y de teatro. Uno de esos montajes que se recordará durante tiempo.

Corre el año 1941, en pleno apogeo de la era nazi. Werner Heisenberg viaja a Copenhague con una intención clara, encontrarse con el que fue su mentor, Niels Bohr. La relación casi paterno-filial que tenían se truncó y estropeó hace años, pero para Heisenberg es necesario hacer ese viaje y tener una conversación con Niels.

La función empieza con un dialogo presente, iniciado por Margrethe, la esposa de Niels. Es el presente, los protagonistas de esa trascendental conversación ya han muerto. Por eso ahora se puede hablar de lo que se habló en el hogar de los Bohr en Copenhague. En aquel momento quizá no se percataron de que el resultado de ese encuentro estaba cambiando el destino de miles de vidas. El texto avanza con precisión matemática (no podía ser de otra manera). Nos lleva a modo de flashback a los inicios de la relación entre los dos genios. Cuando uno era maestro y el otro un brillante alumno capaz de rebatir al maestro. La unión de las dos mentes llevó a descubrimientos y logros históricos en el campo de la física cuántica. La guerra truncó la amistad de los dos genios, pero en 1941 se volvieron a encontrar. El texto, casi a modo de thriler, nos lleva a ese momento, aunque no será hasta el final cuando sabremos lo que esos dos hombres hablaron en el patio de la casa de los Bohr.

A priori, sentarse a escuchar diatribas matemáticas puede no ser la opción más apetecible en las inminentes y tórridas tardes de verano en la capital, pero créanme, sentarse en la Abadía es de lo más refrescante que se pueden imaginar. No solo por un texto magistral de Michael Frayn, sino por un elenco perfecto. Emilio Gutiérrez Caba como Niels Bohr, Carlos Hipólito es Heisenberg y Malena Gutiérrez es Margrethe. Menuda comunión actoral tienen los tres. No solo se habla de fusión nuclear, es que entre ellos lo que ocurre, eso es sin dudar, una verdadera fusión. Sin necesitad de uranio ni plutonio. Verles en escena es casi tan impactante como contemplar la descomposición de un átomo.

Un texto nada fácil, repleto de datos matemáticos y formulas imposibles de entender para la mayoría de los espectadores, pero que atrapa por lo bien equilibrado que está el relato. La genialidad del trío actoral ayuda a que la función vuele y explote. Una escenografía otoñal, sobria pero elegante, plagada de melancolía por una amistad irremediablemente rota. Una casa y un jardín testigos de si la ética debe tomarse en cuenta para según qué avances. Un dilema que atormenta a los tres personajes. Cada uno de ellos tomará su posición, cada uno de ellos vivirá con las consecuencias. Estamos a escasos 4 años del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, ahí ya no habrá vuelta atrás. Hacer bien el cálculo, equivocarse a sabiendas, ¿qué es lo correcto? ¿Se debe evitar poner según que descubrimientos en manos equivocadas? Copenhague tiene la respuesta.

Claudio Tolcahir ha forjado un excelente e intrigante montaje. Con otros actores que no fueran de la talla de los que hay en escena sería tarea complicada. Elisa Sanz con su escenografía pone el marco perfecto para el atómico encuentro. Se han prorrogado funciones en la Abadía, intenten refugiarse del calor estival y dense un baño de teatro del bueno.

Crítica realizada por Moisés C. Alabau

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