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17.12.2018 Críticas  
Dancing Through Life (and Loneliness)

Un instante escénico de esos que quedan grabados a fuego ha sucedido en El Maldà. No podía haber mejor título que Ever After para describir el alcance de esta propuesta que, valiéndose de la danza como disciplina principal, consigue radiografiar un amplio espectro sentimental y afectivo y convertirse en una pequeña (gran) historia de amor contemporánea.

¿Existe el amor o el enamoramiento fuera de uno mismo? Solemos convertir en objeto de nuestra devoción, apego, predilección o querencia al prójimo. A esa persona en la que creemos ver representadas todas (o algunas de) nuestras fantasías o ideales. Como receptores lo podemos sentir con mimo, como un halago o caricia pero, más allá del pacto más o menos vinculante de acompañarnos en el camino o mientras dure, ¿cuántas veces llegamos al mismo lugar y al mismo tiempo las dos almas convocadas? Quien más quien menos, todos hemos estado a ambos lados de este hilo de emociones y sentimientos. Algunos queremos mantenernos ahí en la incertidumbre, intentarlo y entregarnos intuyendo el descalabro o la herida. Si algo es cierto es que no hay más dueño de nuestras fantasías que nosotros mismos. Así que esta función va por todos esos valientes que, por los menos a partir de la manifestación artística, nos aventuramos a vivir este amor con un apasionamiento tan desmesurado, insolente, profundo, creativo y quimérico como seamos capaces de idealizar y sentir.

La dirección de Nicolas Ricchini hermana coreografía y dramaturgia de un modo muy saludable y adecuado. Hay un contraste muy bien plasmado y es el de los diálogos en off con los movimientos o su ausencia en algunos momentos muy concretos y definitivos en la relación de Lin y Joel. Hablamos de sueños y fantasías. De distintas conjugaciones silenciosas del verbo amar. Que los protagonistas se manifiesten físicamente a través de la coreografía y el movimiento no hace más que elevar esa voz inaudible que estalla en su interior y que no son capaces de convertir en palabras. Por lo tanto, su historia se exteriorizará como la sublimación física de todo lo sentido. Esto resulta muy emocionante porque, como en el sexo, la entrega del propio cuerpo de manera incondicional se revela como el más honesto, puro y limpio acto de amor.

La presencia de la música original de Álvaro Arjona y Josep Maria Baldomà, así como alguna canción que incluida en el desarrollo narrativo de la propuesta resulta un hallazgo, nos parece de las mejores que hemos podido escuchar para acompañar, evocar e incluso incentivar una coreografía. No solo la vertiente más luminosa de este estado de ánimo, sino también su choque con una realidad endurecida mucho más allá del recuerdo y la rememoración, en constante pulso con la soledad y el olvido. Todas estas distorsiones están reflejadas de un modo tan certero como desasosegante en la composición musical. La iluminación de Llorenç Parra nos mantiene en ese estado intermitente en el que la oscuridad da paso a la luminosidad más centelleante y abraza tanto la coreografía como los cuerpos de los intérpretes, que se adueñan del espacio de un modo espectacular.

Otro punto sería el uso e integración del mobiliario y el vestuario. Teniendo en cuenta que no todo se explicará de manera lineal sino a partir del recuerdo que todavía persiste y se resiste a olvidar lo que fue, asistimos a lo que asemejamos como un flashback coreográfico. No se trata de establecer una estructura temporal cronológica sino de escenificar este choque entre realidad, imaginación e idealización. Esto está muy trabajado en la coreografía a partir de la posibilidad de entradas y salidas para ella y la imposibilidad de abandonar el espacio para él, quizá el mas reacio a olvidar o el que se marchará más tarde o siempre encontrará una excusa o un recuerdo para o al que volver. Tanto Nadine Gerspacher como Arias Fernández consiguen cautivarnos y emocionarnos con su interpretación y magnífica ejecución.

Totalmente instaurada en la excelencia coreográfica, Gerspacher no dará un paso que no sea bailado. Cada movimiento está depurado al máximo y consigue transmitir esa voluptuosidad de la extroversión y la ensoñación. Su expresividad facial logra que entendamos todo lo que su personaje siente. También sus intenciones, hasta el punto que, si no hubiera voz en off, lo entenderíamos todo. Con sus movimientos alcanza plasmar también la sordidez del ser evocado incluso a través de la pesadilla. Siempre deberá ir un paso más rápido o llegar a los lugares emocionales antes que él. También marcharse. Fernández realiza la coreografía con una energía y vigor no exentos de sensibilidad extrema. Su aproximación sería más a partir del gesto y el movimiento y esto ofrece un contrapunto muy interesante al de su compañera. Él nos introducirá en este mundo en el que la realidad y los recuerdos se confunden y deberá mostrar la memoria a través del físico y de las distintas variaciones y oscilaciones. Juntos consiguen momentos sublimes y para la remembranza como el primer encuentro sexual o el desarrollo de su historia común a dos tiempos. En todo momento, el trabajo a partir de la amplitud de todos y cada uno de los movimientos nos parece una proeza.

Finalmente, Ever After es una de esas piezas escénicas que, defendiendo férreamente la disciplina a la que representa, universaliza no solo su mensaje sino también su manera de plasmarlo. Ahora mismo, cuesta discernir cualquiera de nuestras relaciones afectuosas presentes, pasadas o futuras con otra inclinación o instrumento de observación que no sean los compartidos a escasos centímetros de nosotros por Gerspacher y Fernández. Seguiremos solos, tengamos o no alguien a nuestro lado, pero ellos y la historia con la que nos han abrazado permanecerán muy cerca, a nuestra lado. Y sí, la soledad es mejor en compañía. Algo que esta vez conseguimos asimilar como una certeza tan dura, perdurable y poco llevadera como pueda serlo cualquiera de las experiencias que merecen la pena vivir y que nos definen como esos sujetos impresionables que somos.

Crítica realizada por Fernando Solla

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