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03.12.2018 Críticas  
Tres payasos y el mar

La Strada ha llegado al Teatro de La Abadía de Madrid y permanecerá en cartel hasta el próximo 30 de diciembre. Mario Gas ha sido el encargado de dirigir la versión que firma Gerard Vázquez de una de las películas más icónicas del cineasta Federico Fellini y del Neorrealismo italiano.

Esta adaptación con sabor cinematográfico y mucho corazón indaga en las miserias de tres artistas circenses ambulantes. Tres pobres diablos, que, salvando las distancias, bien podrían encontrar su equivalente en aquellos cómicos de la posguerra española, reciben al público en el patio de butacas en silencio, ataviados con un abrigo, un sombrero y una nariz de payaso. Siento su mirada penetrante. Ya somos parte de la función. Zampanó (Alfonso Lara), Gelsomina (Verónica Echegui) y El loco (Alberto Iglesias) toman posiciones sobre el escenario y reconocen sus caras en tres pantallas. A partir de este momento, las tres pantallas se convierten en una y emprendemos el viaje en el carro de Zampanó. Lara y Echegui construyen personajes creíbles, matizando y complicando las acciones de la película y profundizando en el contraste entre ambos; la Gelsomina de Echegui desprende toques de torpeza que ya veíamos en artistas como Lina Morgan o Gracita Morales, una inocencia aniñada, no impostada, que provoca simultáneamente risa y lástima.

Gas opta muy acertadamente por introducir a El loco entre escenas mucho antes de que intervenga en la acción. Iglesias nos muestra un personaje fascinante, complejo, tierno y sabio, de difícil lectura, que se paseará de un lado al otro del escenario, como una especie de espectro, de narrador mudo que anticipa con sus macabros gestos el trágico final. Su risa invadirá el escenario en todo momento, hasta el final del espectáculo, una risa incapaz de ocultar el dolor de la existencia. En la versión teatral, la conversación entre El loco y Gelsomina gana intensidad y emotividad a medida que la joven, fascinada le confiesa su historia, sus anhelos y sus preocupaciones más íntimas: “¿Qué hago yo en este mundo?”, pregunta una y otra vez cual ave enjaulada ante la atenta mirada de su interlocutor.

La compleja y versátil escenografía compuesta por pantallas y desplegables a cargo de Juan Sanz permite que los caminos se conviertan en una taberna, una playa o un circo que abarca la sala entera: Zampanó baja al patio de butacas a pedir unas monedas y El loco, detrás de una fila de butacas, abuchea y excita a su rival, emitiendo los sonidos de un público entregado. Por otro lado, no podía faltar la música, crucial en la obra de Fellini, que aporta el aire melancólico al espectáculo. En este sentido, destaca la poética escena final en que El Loco, bajo un foco blanquecino, toca con la trompeta la canción de Gelsomina para después unirse a Zampanó y a la joven. Un final contemplativo, que sugiere impotencia, mientras los tres personajes miran la inmensidad y la belleza del mar, son la nada y son la eternidad.

La Strada era una propuesta arriesgada y ha resultado estar a la altura. La adaptación teatral, de clara influencia clown, conjuga tecnología y teatralidad, respetando la estética y los símbolos de Fellini y resaltando el trabajo del actor, y constituye una reflexión aún más detallada si cabe de la psicología de los personajes, del trabajo, de las oportunidades, de los impulsos y de las relaciones y de la condición humana; los tres actores aman sus personajes, propician la comunicación con el espectador y realizan una gran labor interpretativa que da sus frutos en forma de emociones fuertes y, ante todo, compartidas. Una obra obligada para amantes del cine y del teatro.

Crítica realizada por Susana Inés Pérez

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