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26.11.2018 Críticas  
Porno para entomólogos

Fría noche de un jueves en Madrid. La Casa Encendida, diez de la noche. Al amparo de lo oscuro, las insectos salen a jugar al patio del centro de artes madrileño; el fin de semana está a la vuelta de la esquina y ellos quieren empezar a comerse la noche, figurado y literal.

Este estreno en España de Insect Train que nos trae el Festival de Otoño es el claro ejemplo de la exploración de nuevos territorios y de una invitación a la sorpresa y la conmoción. La argentina Cecilia Bengolea explora aquí junto con Florentina Holzinger, los límites del cuerpo y su representación en la naturaleza, a través de cuatro insectos: una lasciva araña (Katharina Serk), una zalamera hormiga rosa amante del reggeaton lento (Erika Miyauchi), una hormiga negra (Florentina Holzinger), y una hormiga blanca hermafrodita con un final trágico (Cecilia Bengolea). Lo que podría ser el Disney on Ice de los documentales de La 2, es Insect Train, una dramatización a escala humana del ciclo de la vida bicho, desde el alcance de la pubertad insecta, la cópula violenta, y la muerte.

El espectáculo dice ser una experimentación colectiva, y este carácter experimental es el que le resta puntos a que la propuesta tenga una fundación bien cimentada. El inicio con la presentación de los insectos es lento, nada espectacular ni evocador de ese medio híbrido y peculiar en el que se mueven. La sección principal del montaje es la relación de la araña y la hormiga rosa, amante de la música de Luis Fonsi. La hormiga le pide a su adorada araña que copulen despacito, utilizando las estrofas del hit pop, aunque lo que realmente se encuentre sea una voracidad y un ímpetu que roza la violación.

El diseño de vestuario de Coco Petitpierre es lo más llamativo de la propuesta, al igual que la técnica de las cuatro bailarinas, cuya ejecución queda deslavazada, espasmódica, y mas cercana a la improvisación por lo descoordinado entre ellas. El carácter de la propuesta está más próximo a la parodia y lo grotesco, al menos como lo percibe el público con miradas al reloj cada dos minutos (y eso que la duración es de tres cuartos de hora), risas aisladas, y unos fríos aplausos finales, con improvisados ‘bravos’ de aquellos que han abrazado la comicidad y la valentía de acometer este proyecto ante una audiencia con el cansancio acumulado del día, y muy pocas ganas de perder el tiempo.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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