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22.11.2018 Críticas  
Being Sergio Blanco

El Temporada Alta 2018 vuelve a confiar en Sergio Blanco y estrena en Cataluña El bramido de Düsseldorf. Un montaje donde el autor es también director y una pieza que reafirma esta suerte de idilio morboso y engatusador con el que los espectadores nos acercamos a sus obras y a su figura autoficticia.

Lo que está sucediendo esta temporada no es habitual. La eclosión de Blanco en nuestro panorama teatral nos sitúa en un terreno muy fructífero y que estamos disfrutando de un modo completamente impenitente. Asistir en el transcurso de una semana a Cartografía de una desaparición, Kassandra y a la obra que nos ocupa nos regala la posibilidad de crear un universo compartido a partir de nuestra visión de sus piezas y de la suya propia sobre nuestro capital artístico (qué insospechada y fecunda su aproximación a Joan Brossa). Quizá en este caso, la reciente experiencia vivida con La ira de Narciso magnifica el impacto de la recepción y la calidad de la experiencia.

En esta ocasión, el tema central de la muerte (o asesinato dramático) del padre se concatena con la búsqueda de una divinidad o religión donde refugiarse, los límites (o su ausencia) morales del arte y la manifestación o preeminencia escénica de la sexualidad. La estructuración en distintos bramidos, incluidos entre una presentación y conclusión explícita de la obra, se podría asimilar a los distintos movimientos o sinfonías que encontramos en la música clásica. No en vano, los mitos y la lectura particular de las piezas fundacionales es una constante en Blanco. Alguien capaz de de unir la figura de Peter Kürten, la muerte y enfermedad, las relaciones paterno-filiales, la simbología del ciervo y su cazador, Bambie y a la vez el momento de su estreno que unía (por lo menos cronológicamente) a Walt Diseny con algunas situaciones clave del auge del nazismo… Precisamente, la vampirización del acto teatral se lleva aquí a sus últimas consecuencias. Sangre, los utensilios utilizados por los verdugos, la búsqueda de la humanidad del asesino (también el autor que maneja los hilos de su propia creación), el arte, la pornografía…

La presencia no solo de su figura sino de la ya citada La ira de Narciso se revela como una de las claves del juego. Según se nos dice (o hace creer), el origen de la presente nació de una consecuencia provocada por la anterior. Personajes reales que de nuevo se mezclan con los imaginados o modificados por el autor. El espacio escénico, iluminación y vestuario de Laura Leifert y Sebastián Marrero, así como el videoarte de Miguel Grompone y el sonido de Fernando Tato Castro entienden a la perfección los requerimientos de la pieza. Favorecen la ruptura de la cuarta pared cuando corresponde y permiten que los referentes mencionados de forma explícita aparezcan en una escena que de un modo diáfano nos sitúa en este terreno entre la conferencia y la asistencia a un instalación artística o a un hospital. Las transiciones entre bramidos suceden con el ritmo adecuado y la intensidad conseguida nos mantiene atentos y expectantes.

El puntal definitivo es el trabajo de y con los intérpretes. Ya desde el principio estaremos encantados de dejarnos confundir a través de la figura del actor y del personaje. Normalmente Blanco lo suele hacer con uno de ellos, el que se transmuta en su yo escénico, pero en esta ocasión todavía va más allá y se suma al resto del reparto. Soledad Frugone realiza una labor magnífica desdoblándose en distintos personajes que siempre aportarán y encontrarán la manera de unir todo lo que sucede, imagina y se evoca. Walter Rey se convierte en esta figura paterna que cuestiona a su hijo a través de la ficción y también se transforma en otros personajes que multiplicarán las capas y los planos narrativos. Él mismo interpretará a quien debería interpretar su rol, ya que el proceso de creación de El bramido de Düsseldorf forma parte principal de la propia representación. Una gran labor. El trabajo físico de los todos es sobresaliente y totalmente adecuado a los requerimientos de la función.

También el de Gustavo Saffores, que toma las riendas de la misma de un modo excelso, mostrando al actor visto a través de los ojos del autor al mismo tiempo que se convierte en el creador, personaje que dirige y construye su propia obra. Espectacular trabajo que nos permitirá verlos a todos y como ya sucedía (en nuestro caso) con el Narciso Gerardo Otero sobresale en todos los planos de comunicación que establece la pieza. El intérprete brilla en todos, ya que consigue fusionarlos en uno. Se muestra vulnerable y al mismo tiempo nos engatusa por completo hasta conseguir un éxito rotundo tanto en la convicción formal como intrínseca de la pieza. ¿Quién de los presentes no sueña con cruzarse con su mirada y que la seducción que se consigue sea recíproca entre el espectador y el personaje-actor-autor-conferenciante? Si la independencia se consigue a través del lenguaje, el actor consigue escenificar la emancipación y búsqueda de la libertad creativa del autor en todo momento. Con él asumimos el riesgo y el desafío al que Blanco se somete y con el que se cuestiona a sí mismo y a su trabajo. Excelente.

Finalmente, El bramido de Düsseldorf supera (una vez más) el acto onanista para convertirlo en algo mucho más cercano al punto culminante y compartido de una cópula dramática entre autor/personaje y espectador. El morbo con el que Blanco (director) empapa su autoficción nos sumerge en un universo fascinante y autocrítico. Un autor que reconoce la búsqueda de la afección a través de la persistencia de su propio personaje y que consigue que juguemos con él de principio a fin. Hasta llegar a un punto en el que que nos importe más bien poco qué parte hay de realidad y cuál de invención. Porque como en las mejores ocasiones, mientras sucede en escena, todo es real. Y además, la invitación a fantasear y a seguir indagando más allá del espacio y el tiempo de la representación se convierte en una atractiva realidad.

Crítica realizada por Fernando Solla

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