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19.11.2018 Críticas  
Lo que perdimos en el fuego

El estreno mayúsculo de la 36 edición del Festival de Otoño, arrasa en la sala Roja de los Teatros del Canal con este montaje de Simon Stone sobre la parricida más famosa de la literatura clásica. Sólo dos oportunidades para poder quitarnos la espinita de no haber visto el montaje anterior del autor, que se ha convertido en «the next big thing» del teatro mundial.

Medea, esa madre capaz de acabar con su casta para hacer inolvidable a su ex marido la traición que hizo que todo se derrumbase. Anna (Marieke Heebink), es ahora una reina de su laboratorio, hasta que un Jason (Aus Greidanus Jr.) aparece en su vida para convertirse en el astro rey y centro de su universo. Ella, recién salida de un sanatorio tras una tentativa homicida, llega a la casa familiar dispuesta a reconstruir todo lo que estaba en pie hasta que Creúsa – Clara (Evgenia Brendes) se cruza en sus vidas. Ni el amor materno, ni la carne, ni la cordura podrán apagar la llama de la venganza, que solo se sofocará cuando la última partícula de oxígeno en el ambiente.

Solo unos pocos avispados y suertudos pudieron hacer una escapadita a la capital británica o a su salto a Broadway para presenciar en vivo el Yerma adaptado por Simon Stone, con Billie Piper al frente, cosechando favores de la crítica y ovaciones del público. Pocas veces se moviliza la afición teatrera para organizar viajes internacionales, a no ser para disfrutar de los musicales, pero que teatro de texto te «arrastre» fuera de tus fronteras, es porque la pulsión es incontrolable, y lo que acontece, excepcional.

Y esto es lo que ha ocurrido con este Medea del Festival de Otoño. Público de Madrid, también os debo reprender porque las butacas vacías de algo como esto son un crimen contra la cultura, solo excusable si Rosalía estuviese dando un concierto gratuito en Las Ventas, y eso no ha ocurrido este fin de semana. Poder comprobar la calidad de los proyectos de otros compatriotas europeos, como era esta oportunidad, es algo que debemos aprovechar porque pocas veces ocurre.

Si confiamos que es cierto eso que sentenciaba un anuncio de leche de soja en el Metro de que los españoles no leemos anuncios en inglés, al igual que esa frase de cero sesenta de «no me gusta el cine en VO porque no puedo leer y ver la película a la vez», eso puede ser por lo que, uno, no recibamos más visitas de autores en otras lenguas porque los sobretítulos causan sarpullidos a la platea; y dos, estrenos como este pasen case de puntillas por la cartelera, y que solo el ruido mediático como ocurrió con Mount Olympus, puede romper esa cápsula opaca que impide a una mayor audiencia enterarse de grandes acontecimientos teatrales del año. Medea lo era, y Medea lo ha sido, un acontecimiento.

El montaje de Simon Stone nos sumerge en un universo blanco nuclear, cegador, aséptico, que refuerza tanto la imagen en vivo proyectada en la pantalla, mientras se está representando. Esta segunda visión es comparable a la conversación paralela con la que consumimos en la actualidad: lo que vemos, y la visión que compartimos de ello. Stone nos da el poder de ver de lejos y de cerca lo que pasa en el escenario. Dos versiones de lo mismo, cos dos puntos de vista que enriquecen la experiencia y la percepción de lo que acontece y va a suceder. En todo el primer tramo,la odisea la vivimos casi en primera persona, con primerísimos primeros planos, que se van alejando según avanza el drama y se gesta la tragedia.

El blanco se rompe con el rojo (un vestido, sangre) y comienza a teñirse de negro, con ese flujo de cenizas que cae sobre el matrimonio, y que es la premonición misma de lo que va a suceder a continuación. Esas partículas que les manchan la ropa, se les cuela por la nariz, y que será el germen mismo del mal, del terrible desenlace.

La forma en que el director acerca la tragedia clásica, y los mitos en este caso, a nuestros días, es lo menos meritorio (sin desmerecer) pues todo es extrapolable, y a diario leemos, vemos, o vivimos historias que nos pueden parecer eventos únicos, pero es que en esta vida, como en el cine y el teatro, está ya todo inventado. Somos Prometeos modernos condenados a revivir un drama diario. Simon Stone consigue durante los dos primeros actos que nos vayamos empapando de la gasolina que se va vertiendo sobre los personajes, para en el último acto atarnos con sogas invisibles a la butaca, mientras vemos como prende una mecha que nos hace estallar en llamas, sin poder hacer nada para remediarlo. La audiencia se consume con Medea y su prole, y lo queda de nosotros, son cenizas.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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