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31.10.2018 Críticas  
Johnny Guitar revisited (or in the mood for a musical)

El Maldà nos da la bienvenida al Far West y se transforma en un evocador y ocurrente saloon de la mano de Llàtzer Garcia. Johnny & Vienna es un espectáculo que da un giro sustancial al formato de cabaret y que revisita un género que no se suele encontrar en el apartado dramático y (algo todavía más insólito si cabe) desde un enfoque musical.

La elección de la película donde conocimos a los personajes titulares de la pieza no es casual. Con Johnny Guitar encontramos a un Nicholas Ray que no solo adaptaba la novela de Roy Chanslor sino que usaba el género para evidenciar, en cierta manera, algunos errores en los constructos sociales imperantes. Esto magnificaba sin duda la carga de este western romántico. Garcia ha realizado una dramaturgia muy delicada y sensible que combina este retrato con la idealización dormida y la pesadumbre que conlleva la obligación tiránica de abandonarla cuando despertamos. Cine y sueño como espacios abstractos y parientes donde todo es posible. ¿Por qué querríamos alejarnos de ahí?

El autor y director convierte a los protagonistas en vívidas abstracciones que se tornan corpóreas bajo la visión del niño (o adulto) que fantasea e imagina. Que se ilusiona e idealiza. Que desea y que duerme. Lugares maravillosos donde todo es posible y donde se reencuentra con unos personajes de los que se confrontará su carga icónica de entonces con un prisma de valores mucho más contemporáneo. Lugares, decíamos, que existen geográficamente pero que nunca superarán o ni siquiera igualarán la idea que nos hemos creado en nuestra figuración a partir del visionado cinematográfico. La nostalgia o decaimiento, incluso decepción, llega cuando por fin y fuera de las historias del lejano oeste visitamos esos parajes en la vida real. ¿Qué pueden ofrecernos Texas, Arizona California más allá de la perpetuación del «mito de la frontera» de Estados Unidos? ¿Cuál sería la visión actual de nuestros juegos de lucha entre indios y cowboys? ¿Quizá han servido para configurar nuestra mentalidad y nuestra manera de relacionarnos con el prójimo?

¿Qué hay tras esta mitificación? ¿Y si nos planteáramos de nuevo el rol de todos los foráneos y autóctonos que jugaron algún papel primordial en este afán de expansión nacional y territorial y pusiéramos en tela de juicio sus motivaciones sociales culturales y económicas? ¿Y si fueran Johnny y Vienna los que siguieran cantando sus canciones para explicárnoslo? ¿Y si fuera El Maldà el lugar que se transforma una vez más y nos transporta de nuevo hasta convertirnos en protagonistas, quizá amigos o quizá rivales, hasta llevarnos de nuevo a una época al mismo tiempo física y mental? Indios, pioneros, bandidos, militares, buscadores de oro, asaltantes de ferrocarril, jinetes, carretas, diligencias, fuertes, ciudades fantasma, prostitución, salones… Zarzaparrilla, estepicursores y, sí, también armas. Aunque aquí no habrá otras que los instrumentos y las canciones de amor.

Armas que Maria Casellas y Guillem Rodríguez manejan de un modo tan adecuado como ingenioso. Ambos deben mudar de personaje manteniendo un hilo transversal en su aproximación e interacción con el público: el del soñador que juega y se transforma en todos los personajes evocados a través de las canciones. La energía y sensibilidad de ambos se combina de un modo que los convierte en anfitriones privilegiados. A medio camino entre los personajes evocados y los atrapados en el contexto ya descrito, nos transmiten toda la amargura en los momentos románticos y también la comicidad y ganas de juerga cuando corresponde. Cantando y, sobretodo, interpretando las canciones (y tocando los instrumentos) de un modo muy especial y con una mirada (en el caso de Casellas) y una pose entre la insolencia y la inmutabilidad del «hombre tranquilo» (en el de Rodríguez) evocadoras a más no poder. Su manera de decir las frases míticas del filme juega con el sentido y sentimiento, pero también con el recuerdo de las traducciones que escuchamos al descubrirlas la primera vez, propiciando que el juego sea completo. Del trabajo conjunto se engrandece y beneficia el resultado final del espectáculo.

Traducidas, en inglés o subtituladas (no vamos a decir cómo). Garcia se ha apoyado en Marc Rosich y Toni Terrades para favorecer que la comprensión vaya de la mano de la asimilación de lo que se nos está explicando. Un espacio que, como no podía ser de otra manera, se convierte al formato panorámico. Y un diseño de luces de Xavi Gardés que consigue (una vez más y como siempre) crear la atmósfera adecuada en cada momento, así como la mudanza o transición de estado de ánimo. El espacio sonoro de Rodríguez y Oriol Romaní termina de redondear el resultado para que la recepción de las canciones vaya en paralelo al calado dramático del espectáculo.

El envoltorio perfecto para que el trabajo del autor nos atrape y nos deje suspendidos entre lo intrínseco y particular y el imaginario colectivo. Tras la temporada pasada, en la que títulos como Els nens desagraïts, Sopa de pollastre amb ordi o No m’oblideu mai nos dejaron extasiados por el talento de un autor, adaptador, director (escénico y de intérpretes) de campeonato, este nueva aportación de Llàtzer Garcia nos ha llegado, calado y emocionado hasta reforzar la certeza de que no hay género o disciplina escénica que se le resista.

Finalmente, destacamos una vez más el rescate de un material, género y formato que, en la manos adecuadas, todavía tiene mucho que aportar y que decir. Johnny & Vienna se convierte en un espectáculo con una señas identitarias y aproximativas tan bien halladas y definidas que no nos extrañaría que se convirtiera en el primero de muchos más felices y fructíferos encuentros. No es habitual encontrar dramaturgias que sean capaces de hermanar la amabilidad y afabilidad de la mirada idealizada hacia al pasado sin renunciar a una observación simultánea y próxima. Una velada que nadie que tenga o haya tenido la capacidad de ilusionarse y elevarse a través de una melodía como las que aquí escuchamos debería dejar pasar.

Crítica realizada por Fernando Solla

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