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12.10.2018 Críticas  
Cuando creer no requiere ningún esfuerzo

Un hallazgo nos espera en La Badabadoc. La ira de Narciso es un momento importante y sanador en la experiencia teatral de cualquier espectador inquieto. La curiosidad y voluntad de dejarse moldear y fluir a placer de los creadores se convierte en un juego de sumisión voluntaria y recíproca entre artistas y público hasta un punto en el que la sensualidad lo embarga todo.

Manchas, obsesiones, adicciones, atracción sexual, mito, hedonismo, pensamientos, sentimientos, venganza, familia, realidad, ficción, narcisismo… Parecerá que nuestra manera de percibir el arte teatral hasta el momento era una práctica o preparación para asimilar lo que aquí se nos ofrece. Una fusión de las unidades de espacio y tiempo que lo es también del autor, la directora y el intérprete. Un trabajo que convierte la figura y el estilo de Sergio Blanco en premisa, cuerpo, sujeto y objeto de la representación. El autor personaje visto a través del actor e intérprete y viceversa. Anverso y reverso. Una suerte de conferencia dramática que es también un thriller criminal y erótico. La capacidad del autor para mostrarse en un acto exhibicionista muy bien entendido y siempre interesante. Con valentía y a la vez timidez, siempre amparándose en las licencias que pueda ofrecer la ficción. Con arrojo pero también con vulnerabilidad. Miedos e inseguridades convertidos en premisa y finalidad de la representación. No estamos acostumbrados a esta genialidad. Sin postureo gratuito y aportando valor y significado.

La dirección de Corina Fiorillo debe parecer imperceptible y servir de canal entre autor e intérprete. Trasladar y traducir en algo corpóreo el material original demuestra una lucidez y claridad expositiva envidiable. Espacio y tiempo. Tono y ritmo. Acompañamiento invisible y a la vez imprescindible para que todo fluya con la soltura e intensidad necesarias. También el establecimiento de una relación con el público que nos seduce desde el primer momento. Tan interesante como lo que se cuenta es ir descubriendo el cómo y por dónde va esta historia. Y sobretodo su gran aportación al formato del espectáculo unipersonal.

Como en los mejores trayectos, lo apasionante es ante todo el camino para llegar a un destino. En este caso el riesgo era que la meta fuera antes gratificante para los creadores que para los espectadores. Nada más lejos de la realidad. La búsqueda y encuentro de su porqué artístico se convierte en manos de Blanco, Gerardo Otero y Fiorillo en algo compartido con el público. También en un generoso acto de desnudarse ante él, de jugar a mostrarse con total entrega y transparencia, quizá de modificar y falsear una realidad a través de la ficción. La verdad que ocultan las mentiras. La falacia tras la aparente verosimilitud. La necesidad de dar rienda suelta a la imaginación y mostrar el proceso de creación y cómo lo personal e íntimo (incluso anecdótico) entrelaza una idea a otra y una realidad a una ficción y una persona a un personaje. Si Pirandello levantara la cabeza, se llamaría Sergio Blanco.

Un trabajo muy complicado para el actor que en todo momento demuestra un saber estar, ya no en el escenario (que por supuesto) sino dentro del tono y el ritmo que marcan texto y dirección. Hay dos planos de comunicación en esta pieza y el intérprete brilla en ambos, ya que consigue fusionarlos en uno. Ha de mostrarse vulnerable y al mismo tiempo engatusarnos por completo. Y su éxito es rotundo. La inflexión vocal y la manera de fijar la mirada, tanto a nivel conversación como de construcción de personaje. A partir de su trabajo corporal y el dominio del espacio y, especialmente, de su focalización en esta suerte de conferencia dramática en que se convierte la obra, el intérprete consigue crear un universo de la representación en el que lo real y lo ficticio difuminan cualquier barrera previa al inicio del espectáculo.

Luces, imagen y sonido. El actor se convierte también en técnico y manipulador integrando esta faceta dentro de su interpretación. De algún modo, la escenografía y vestuario de Gonzalo Córdoba Estevez y el diseño de luces de Ricardo Sica, así como el asesoramiento físico de Viviana Iasparra parecen fundirse de un modo similar al de la dirección escénica. Otero es todos ellos al mismo tiempo, a la vez personaje-actor-autor-conferenciante. El dominio que muestra es arrollador, tanto que lucharemos por cruzarnos con su mirada deseando que la seducción sea recíproca, hasta convertirnos en personaje y protagonizar uno de esos encuentros furtivos. No se trata solo de atracción física sino de un carisma irresistible. Participar de las charlas, visitar los espacios evocados… Un triunfo de la convicción formal e intrínseca. El actor capta la sordidez e inquietud pero también la poética. Un Narciso muy particular que nos llegará a conmover también por su vulnerabilidad. La angustia e incertidumbre que generan las dudas y adicciones. Hacia los demás y hacia uno mismo. Excelente y genuino trabajo.

Finalmente, La ira de Narciso demuestra que el teatro sí tiene sentido mucho más allá del inevitable acto de onanismo que pueda suponer para el creador. En una temporada en la que Sergio Blanco empieza a estar muy presente en la parrilla escénica de nuestra ciudad, descubrir esta pieza en un espacio como La Badabadoc nos acerca un poco más tanto al autor franco-uruguayo como al teatro porteño. Un esfuerzo considerable y un doble privilegio para el espectador curioso e inquieto que no puede hacer más que rendirse ante la evidencia del talento de todos los implicados. Cuando uno es testigo de un trabajo de esta magnitud no se requieren concesiones y creer en lo que se está presenciando no requiere ningún tipo de esfuerzo. Al contrario, podríamos y desearíamos seguir participando de este juego por un lapso de tiempo indefinido.

Crítica realizada por Fernando Solla

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