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05.10.2018 Críticas  
Desencanto, inquietud y miserias ante la imposibilidad de lo que ¿fue?

El Teatre Tantarantana nos brinda la oportunidad de disfrutar por fin en Barcelona de Nosotros no nos mataremos con pistolas, una pieza de Víctor Sánchez Rodríguez que nos agarra y no nos suelta, arrastrándonos en una especie de ventarrón transversal, antropológico, completamente cabal y reflectante de una generación para la que las frustraciones se revelan.

Nos encontramos ante la certificación del descalabro de cualquier quimera, ilusión o aspiración adquirida. Un valiosísimo texto que funciona a muchos niveles. El trabajo de Sánchez Rodríguez es capaz de unir una increíble profundización con un desbordante apasionamiento no exento de ecuanimidad. Una queja que es por encima de todo un lamento ante una herida abierta y una hendidura cada vez más incisiva y agobiante. Un drama vestido de comedia sobre la farsa autoimpuesta de cara a la galería. Una llamada de atención y un alto en el camino. Un encuentro entre Marina, Blanca, Elena, Miguel y Sigfrido. Y Paula. Personajes que funcionan a modo de ejemplo y espejo. Una maravillosa urdimbre entre ideología, actitud, comportamiento, sabiduría e ineptitud para mostrarse, esconderse y relacionarse anteponiendo la purulencia del ego a la honestidad.

Autor que es también director y que vincula, conecta y enlaza ambas funciones de modo excepcional. La capacidad para evidenciar y plasmar algo tan complejo de un modo cristalino a través de los personajes y de la aportación de un carácter y expresión propios para cada uno de ellos resulta apabullante. La habilidad para insinuar los simbolismos y la idiosincrasia de una generación heredera de unos hábitos y costumbres de los que ha querido escapar y distanciarse hasta llevarse el gran hostión del retorno al punto de partida resulta aplastante. La dirección de actores destelleante. El desarrollo narrativo a partir de una evolución elíptica y dividida en escenas se revela tan asertivo como esclarecedor. De nuevo en ambas facetas, un éxito a nivel expresivo. Un ritmo ágil y una exposición y retórica convincentes y seductoras. Muy significativas.

En retorno al pueblo como insignia de los orígenes, de los progenitores, antecesores y demás ascendientes. Un salto sobre la generación a la que se ha renunciado que funciona también como regresión o reculada. Un 16 de julio, día de la Verge del Carme, que conmemora también un suceso determinante. Esta coyuntura circunstancial y ficticia toma una fuerza intensa y dinámica que es a la vez un gran acierto del autor y un excelente paralelismo. La procesión costumbrista y externa en oposición o contraste con la que va por dentro. Estilo y contenido. ¡Bravo! El espacio escénico de Jennifer Pérez, la iluminación de Ximo Rojo y el espacio sonoro de Teresa Juan naturalizan esta ubicación física e intrínseca, así como los saltos y la división en escenas de un modo muy conveniente (y convincente). Lo mismo sucede con el diseño de vestuario de Berta Cortina y Almudena González que, de manera muy sutil y eficiente garantiza, refuerza y connota la construcción de los distintos personajes, implicando matices y significado.

Los intérpretes sirven y transforman en algo corpóreo todas las connotaciones hilvanadas por el autor y director. El desarrollo de la obra a partir de la construcción e interacción de los personajes es tan interesante como sintomático de la buena salud de la propuesta. Tanto a nivel individual como por contraste. Resulta un auténtico placer ser testigo del acompañamiento, escucha y buen entendimiento que hay en el escenario, así como de la progresión y evolución de los personajes de una escena a otra. Cada uno aporta en la justa medida. Nunca se taparán aunque los personajes sí lo hagan. De una cotidianidad más o menos espontánea o forzada (según requiera cada situación) a las discusiones más crispadas o los estados físicos o anímicos (y etílicos) más alterados siempre hay un balance y equilibrio dramático. Bruno Tamarit (ojo al parlamento de Miguel), Lara Salvador, Laura Romero, Silvia Valero y Ramón Méndez de Hevia nos transmiten y traspasan esa sensación, inquietud y desazón no exenta de sentido del humor. Despiertan en los espectadores esa carcajada espontánea, acalambrada y nerviosa, que puede desembocar en el llanto más incontrolable hasta que nos sintamos compartiendo mesa y, especialmente, el efecto de esas copas y lo que se tercie con ellos. La imagen final, tras todo el recorrido, es implacable.

Finalmente, celebramos la visita de esta producción de Wichita Co y Tabula Rasa. Nosotros no nos mataremos con pistolas nos sitúa en un terreno muy fértil. No es habitual encontrarse con un texto capaz de plasmar de un modo tan hábil y honesto lo que quiere mostrar. El qué, el cómo y el porqué agilizados con maestría por un director y unos intérpretes en estado de gracia que nos sitúan siempre a su mismo nivel. De desesperación y desconcierto pero siempre a partir del acompañamiento. El golpe ya nos lo hemos llevado antes de entrar a la sala los que formamos parte de esta inestable e indecisa generación de proscritos de los 80. Aquí, como los protagonistas, nos reunimos para estallar, explotar y recoger nuestros pedazos. Y sí, durante y tras la experiencia, escena a escena, la visita se torna indiscutiblemente necesaria e ineludible.

Crítica realizada por Fernando Solla

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