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20.07.2018 Críticas  
A orillas de un mar desértico de arena

Veinticuatro años de ausencia de Imanol Arias en los escenarios. Su vuelta al calor de los aplausos llega a los Teatros del Canal con La vida a palos, texto de Pedro Atienza, presentado en el 2015 de forma póstuma, en un homenaje a manos del mismo actor; con José Manuel Mora compartiendo autoría, y Carlota Ferrer a la dirección. Un testamento flamenco al deseo de vivir.

Un joven director de cine (Aitor Luna) recibe el encargo de un amigo de su difunto padre (Imanol Arias) de adaptar y dirigir el testamento del desaparecido. La sombra de una princesa peruana (Guadalupe Lancho), su propia madre, a la que abandonó, y todos los personajes que formaron parte de ese devenir vagabundo del exitoso cantaor flamenco que era, son una carga que el joven no está dispuesto a soportar, si no es «a su manera». La lectura de esas dolorosas hojas en las que él mismo aparece tan fugaz como fue la figura paterna, son los pilares sobre los que crece este drama folclórico al son de los palos flamencos.

Del Madrid de los ochenta, a lo recóndito de Quito, pasando por el actual Berlín, y las costas gaditanas, hasta las arenas del desierto en Tánger; La vida a palos es una ruta nostálgica por el periplo vital de un desarrapado cantaor en constante búsqueda, del amor sensual, de la auto-admiración y egoísta contemplación, casi onanista; y finalmente, en busca de un perdón fraterno que pagará con escasas monedas y su vida.

Imanol Arias se enfrenta a un antipático personaje, que actúa por impulsos, y cuyo testamento escrito es un ejercicio más del egoísmo que ha caracterizado su vida. Su personaje se desdobla en el amigo fiel que actúa como mensajero de esta pobre herencia. Cuesta entrar en este juego de espejos de cantaores, saltos en el tiempo, y entonaciones graves, que se van diluyendo y cayendo en las palabras recitadas de una forma neutra. Los acentos van y vienen, los personajes se madrileñizan y se andaluzan, pero sin la fuerza de esas olas que golpean el acantilado con el que se abre el montaje, o las que arrastran a Consolación, la puta gitana que formó parte de la vida de El Alcayata, y cuya sola presencia en interpretación de Imanol, merecen un spin-off teatral.

Aitor Luna es un desdibujado hijo, enmendando los errores de los que fue víctima, a manos del fugitivo padre; su motivación, según se adivina entre los escasos trazos dedicados a la construcción de su personaje en escena, va tras la trascendencia, y finalmente se abandona a la descendencia en este afán, como el plantel de mujeres que pasan por su vida y la de su padre, féminas que ansían ser madres a toda costa: su legado, su herencia, un testamento vivo.

La omnipresente Mónica Borromello se encarga de la escenografía, que juega sus mejores bazas en conjunción con los poderosos audiovisuales de Jaime Dezcallar, en pro de la narración, como pocas veces he visto, anhelando que este proyecto se quede sobre las tablas y no tenga una traslación al largometraje. El trabajo de iluminación de David Picazo es discreto hasta que llega a la poderosa escena final, con una caída de ese telón de «acero» que deja en la retina la onírica escena con la que se cierra La vida a palos; solo este epílogo engrandece el resultado final, con el preciosismo de los potentes focos en la retaguardia, las volutas de humo reflejadas en los haces de luz, las dunas del desierto que imaginamos desde la platea, y los brillantes turbantes y el escamado maquillaje de los protagonistas.

La vida a palos es una meritoria vuelta a los escenarios de uno de los actores más queridos del país, aunque sus atrevidos y prometedores comienzos en el cine de Imanol Arias, hayan quedado velados por lo perenne de su Antonio Alcántara, en el imaginario colectivo. Carlota Ferrer ha dado un paso atrás en su sempiterno afán por dejar constancia de «su marca» y se agradece que se haya esmerado en que sus actores sean certeros en sus líneas.

Crítica realizada Ismael Lomana

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