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11.05.2018 Críticas  
De tragedia se viste el Romea

Vamos de tragedia en tragedia últimamente. Me refiero a tragedias teatrales, aunque de las de la vida real, por desgracia, tampoco faltan. En esta ocasión le toca subir a las tablas del Teatre Romea al Èdip de Sófocles, con la versión de Jeroni Rubió Rodon y la dramaturgia que han escrito Marc Artigau y Oriol Broggi.

Arrancando la historia en el momento en que Edipo ya es rey de Atenas junto a su esposa Yocasta y poco antes de que el ciego Tirésias le revele la verdad que desencadena la búsqueda denodada de su origen, de quien son sus verdaderos padres y el resultado de los pecados que inconscientemente ha cometido.

Broggi, como director del montaje, repite patrones anteriores impregnando la obra de su particular atmósfera y personalidad. Una escenografía de escaso mobiliario y donde predominan elementos naturales como el agua, la piedra y la madera, los árboles y el trigo. Un escenario (junto a un vestuario) atemporal pero que perfectamente nos transporta al patio del palacio del rey de Tebas y que se nos hace muy agradable por su cálida sencillez.

También encontramos un texto sobrio a la par que sereno, a excepción de algunas intervenciones del propio Edipo, que rebelándose contra la verdad, estalla furioso contra lo que le va aconteciendo.

Un conjunto que, a priori, suena atractivo para un espectador al que le gusta el teatro serio y relevante y que disfruta de este director, quien evidentemente demuestra siempre una sensibilidad extraordinaria en sus trabajos. Sin embargo, aunque todos los elementos mencionados (además del elenco de lujo con el que ha contado y del que ahora hablaremos) tiene todos los puntos para ofrecer una función especial, en esta ocasión sentimos que nos quedamos algo cortos de conexión con este montaje. No es que uno salga renegando, ni mucho menos. Y más, cuando una se siente fiel admiradora de La Perla 29 y de las interpretaciones (en especial en registro dramático) de Julio Manrique y aquí una lo puede disfrutar en el papel de rey. Pero es cierto que, en esta ocasión, nos cuesta conexionar en algunos momentos con el conjunto. Creo que una de las razones, a mi juicio, es la contención en la interpretación y alguna carencia en las expresiones faciales de casi todos los actores que quizá Broggi utiliza como recurso teatral para darle aún más auge a los sentimientos de Edipo. Pero eso, por la razón que sea, nos aleja un tanto de la obra, así como la casi ausencia de la música de Damien Bazin al que nos hubiera gustado escuchar más. Sea eso, o quizá también la pausada conducción de la trama, la cuestión es que nos cuesta encajar este montaje más que en otras ocasiones.

Sin embargo, como decíamos antes, el regusto pasados (y pensados) los días no es negativo. Hay un número de matices y detalles que funcionan muy bien y eso hace contrapeso. La escena de la discusión entre Tirésias y Edipo, con un Miquel Gelabert y un Manrique que se comen el escenario, se disfruta sobradamente. El peso de la experiencia del primero (en la persona real y el personaje de ficción) contra el coraje, la fuerza y la transformación de un Manrique que se deja la piel en casi cada escena es de una tremenda fuerza y consigue mantener al espectador en estado de tensión. En realidad, todo lo que Gelabert toca en este Èdip es para enmarcar. Y posteriormente, la acalorada conversación entre Edipo y Creonte, en la escena en que el primero acusa de traición a su cuñado, nos revela de nuevo la fuerza de un Marc Rius que ya nos encandiló en ‘Boscos’. El monólogo de Edipo adelantado al resto de personajes, casi metido entre el público y rompiendo la cuarta pared, en el justo momento que empieza a entender la verdad y nos la cuenta dolorido mientras poco a poco se va derrumbando es otro de los momentos especiales, donde Manrique regala de nuevo el talento al que nos tiene acostumbrados.

La escena final, donde Antígona y su padre, ciego ya, después de descubrir su tragedia personal llegan al teatro de Atenas y se encuentran con el mensajero que les explicará lo que está ocurriendo en la cuidad y que, indudablemente bebe del ‘Le Larmes d’Oedipe’ de Mouawad, cierra la función con la cristalina y delicada voz de Clara de Ramón cantando a su padre fallecido quien yace a sus pies, acompañada de la guitarra de Rius y que la hace brillar en esos minutos finales. Ese broche final, convierte el escenario en una fotografía preciosista que queda capturada para siempre antes de caer el telón.

Decíamos al principio que vivimos rodeados de tragedia. Puede ser que de puertas para fuera del teatro no sean plato apetecible para ninguna persona. Lo que está claro es que es siempre un placer experimentarla, si es cuando se alza un telón. Tienen ahora mismo la oportunidad de poder vivir esa experiencia en el Teatre Romea de Barcelona con Èdip.

Crítica realizada por Diana Limones

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