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08.05.2018 Críticas  
Un gran DEMON y una sublime Tamara

El romanticismo ruso llega al Gran Teatre del Liceu de la mano de Anton Rubinstein y Demon. Una pieza muy significativa de su periodo que se estrena por todo lo alto. Título y puesta en escena debutan en la casa y la sensación de asistir a un momento importante de la programación operística de la ciudad nos invade. Tanto por el ejercicio de recuperación como por su valor actual.

El libreto de Pavel Alexandrovich Viskovatov se traduce en un análisis cristalino del poema homónimo de Mijaíl Lérmontov. Esto sigue siendo muy relevante a día de hoy. El romanticismo ruso coincide con el Siglo de Oro de su literatura. Hablar de Lérmontov es tomar el testigo de Alelsandr Pushkin. Esto, a la vez, nos lleva a la instauración de su lengua vernácula y de un estilo narrativo propio inherente a su idioma en el que romance y el drama se hermanan a través del cuestionamiento. Del mismo modo que Pushkin influyó en compositores como Chaikovski o Músorgski, Lérmontov lo hizo en Rubinstein. Por supuesto en Viskovatov que dedicó parte de su carrera y vida en recopilar su obra y hasta se convirtió en su biógrafo. Después vendrían, Dostoyevski, Gógol, Tolstói y un largo etcétera.

Este glosario no es gratuito. Una cronología de vértigo que nos ayuda a situar a Demon baja el paraguas adecuado. Y una puesta en escena contemporánea que sabe recoger lo esencial del material de partida y catapultarlo hacia la espectacularidad con sentido y buen entendimiento. No es tarea fácil. Elementos naturales que deberán ser representados por el coro, espíritus, loas a la divinidad. Alteración de las connotaciones angelicales y demoníacas y, por supuesto, fidelidad hacia el estilo musical y espiritual del compositor. En este sentido hay que reconocer que la dirección escénica de Dmitry Bertman y la musical de Mikhail Tatarnikov van de la mano en todo momento.

No hay lugar para lo cotidiano y es por eso que la escenografía de Hartmut Schörghofer nos sitúa en el espacio. Literalmente en suspenso. No pensemos en ciencia ficción ni en connotaciones futuristas. Fuera de este mundo. El artefacto escénico es muy potente a nivel estético pero también como portador de contenido. La videocreación de Momme Hinrichs y Torge Möller (fettFilm) ofrece un contrapunto tan efectista como acertado. La apoteosis final es realmente conmovedora y escalofriante por el uso del volumen y las dimensiones. Materiales, colores y texturas que siempre aportan significado. El vestuario, también del primero, ofrece escala de grises y negro para el protagonista titular. El cromatismo está especialmente cuidado en el caso de cada aparición del coro y cambiará en función del efecto o parte de la naturaleza que representen en cada momento. Muy bien marcado también el contraste entre ángel y demonio a través de las piezas que visten. Similar corte y distinto color. Excelente y cómplice la iluminación de Thomas C. Hase. Entre todos establecen un muy interesante juego de entradas y salidas.

Mención especial para la coreografía de Edwald Smirnoff y para el cuerpo de baile compuesto por ocho intérpretes de esta disciplina. La integración dentro de la pieza es muy destacable. Tanto como todas las intervenciones del coro. En Demon su papel es especialmente importante. Bertman ha trabajado muy bien la posición de cada intérprete en escena, favoreciendo que la voz llegue desde lo más recóndito de la caja de resonancia en que se convierte la plataforma circular. También la integración de todas las disciplinas que intervienen. Tatarnikov consigue que la Orquestra brille con luz propia consiguiendo su mejor trabajo en lo que va de temporada. Muy bien marcada la transición inicial que pasa de la sección de cuerda a incluir a toda la orquesta. Y muy fiel al estilo de Rubinstein. Ritmo, tensión e intensidad.

La fascinación por el Mal. Eso es lo que se encarga de transmitir todo el elenco. El Demon titular terminará por ser el más humano, víctima de sus propias pasiones y del amor. Nos hace especial ilusión ver al “mensajero” Antoni Comas en esta puesta en escena. Igor Morozov y Alexander Tsymbalyuk imprimen carácter vocal a los príncipes Sinodal y Gudal, respectivamente. Increíble el contraste de contratenor del Angel de Yuri Mynenko y de barítodo del Demonio de Egils Siliņš. Este último consigue una muy acertada aproximación vocal. Debe mantenerse firme y transmitir una cierta seguridad dada la naturaleza de su personaje. Excelente dibujo rítmico. Por último, la Tamara de Asmik Grigorian resulta gloriosa y se desenvuelve con rotunda excelencia y dominio de un amplio abanico de registros vocales que enlazan con las dudas de la protagonista. De la coloratura inicial al dramatismo del último tramo. Especialmente ella, destaca por su movimiento escénico y por cómo mantiene nota, tono y registro en las posiciones más complicadas.

Celebrando el resultado final de tan ambiciosa propuesta, nos sumamos al recuerdo que tanto Bertman como el Gran Teatre del Liceu dedican al barítono Dmitry Hvorostovsky. Fenecido el pasado mes de noviembre, fue el elegido para enfrentarse al papel titular en esta puesta en escena. Sin duda, Siliņš y el resto de la compañía han sabido conectar su trabajo con la ofrenda cortés y respetuosa hacia su figura.

Crítica realizada por Fernando Solla

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