El Teatre Tantarantana acoge la nueva producción del Col·lectiu La Santa. L’hora blava es un espectáculo con una manufactura muy destacable, unas interpretaciones bien trabajadas y un equilibrio delicado y complejo pero resuelto con perspicacia entre la parte más abstracta y subjetiva y la más comprometida y concreta.
El primer tramo de la función es excelente. La recreación del ambiente y la presentación de la situación y del personaje interpretado por Adrià Olay. Entorno, hábitos, costumbres, rutinas. La cotidianidad del único habitante de una isla que ilumina noche tras noche no se sabe a quién ni para qué. No desvelaremos ningún detalle del desarrollo del argumento, pero hay que destacar la dramaturgia de Laura Mihon y cómo consigue llevarnos a través de la ficción y del devenir de la relación entre los protagonistas por un camino intrigante que, en última instancia, nos hará ver y participar de ambos puntos de vista.
Su dirección escénica es especialmente relevante en la gestión del misterio y el suspense. También en la dosificación y gestión de los recursos dramáticos y de los espacios y momentos reservados a la comunicación con el exterior. La sensación de aislamiento está plasmada con acierto y nos invade tras pocos minutos. Otro punto fuerte es que tras una aparente hibridación genérica hay un foco firme y muy bien tramado hacia el lugar físico y anímico donde debemos terminar. Lejos de la manipulación a la que se nos puede someter en propuestas donde el giro argumental resulta caprichoso, lo que consigue Mihon es una persuasión insólita y que nos ha gustado mucho descubrir.
El envoltorio que permite que todo esto suceda es exquisito y muy adecuado. El espacio escénico de Daniel Ruiz y Kaka Gouvea (excelente construcción escenográfica de Paco Hernández) es aparentemente sencillo pero sabe cómo recrear con los mínimos elementos el interior y el exterior. Lo que sorprende es la situación y la ubicación en el escenario, ligeramente descentrada y con paredes invisibles. Una elección que amplifica el desasosiego y sensación de retraimiento e incomunicación. En esa misma línea apuntan la iluminación de Laia Garcia y Joan Rey y el espacio sonoro de Cesc X. Mor. Un trabajo conjunto que distingue y amplifica las resonancias narrativas y estilísticas de la función.
Y con un fuerte sentimiento de pertenencia, encontramos a Adrià Olay y Pau Sastre. Es muy interesante el recorrido inverso que realizan para evidenciar las contradicciones y temores de sus personajes y cómo consiguen mostrar el punto de encuentro en mitad de la desolación más absoluta. Una variante muy interesante del juego del ratón y el gato que ambos desarrollan con una verosimilitud muy destacable. El trabajo de Olay en las primeras escenas, en las que prácticamente no habla y nos muestra su rutina diaria, nos hará sentir como voyeurs de algo que no sabremos discernir hasta más adelante. Y Sastre juega muy bien con los registros dramáticos. La construcción (y escritura) de su personaje puede parecer algo más tradicional en un principio pero, poco a poco, sabe girar y mostrarnos todas sus capas. Ambos aprovechan, entienden e interpretan muy bien ese ocultamiento y progresiva desnudez de ideas, valores y posicionamientos. Muy buen trabajo.
Finalmente, aplaudimos el compromiso del Teatre Tantarantana al coproducir esta pieza. L’hora blava es un muy claro ejemplo de que el teatro es una herramienta útil y potente para evocar, evidenciar, sacudir y cuestionar. Cuando las buenas intenciones se canalizan a través de un pulso narrativo firme y se utiliza la ficción como opción antipanfletaria para desarrollar un discurso, el resultado es tan estimulante como exitoso. Una muestra que destaca por su mirada hacia el presente más inmediato y urgente a través de la manifestación artística, en este caso dramática.
Crítica realizada por Fernando Solla