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22.03.2018 Críticas  
La insumisión del lamento y la rabia

El Teatre Romea recibe una visita de excepción que coincide con las últimas representaciones de Troyanas. Un montaje que causa gran impacto y con un fuerte compromiso por parte de todos los implicados. Una versión contemporánea del texto especialmente acertada y un inspirado elenco capitaneado por una Aitana Sanchez-Gijón culminante redondean la función.

Alberto Conejero ha hecho un trabajo muy destacable con el original de Eurípides. Ha prescindido de prácticamente cualquier referencia a los personajes divinos y se ha centrado en los humanos. Ha añadido a algún otro que no formada parte de este clan y los ha unido bajo un mismo tronco. Un texto muy compacto en el que se juega muy bien con el protagonismo momentáneo de cada uno de los personajes, realizando a la vez balance con la naturaleza coral de la propuesta. Se trata de dar voz a los que por circunstancias históricas no la tienen. En este aspecto, la aportación individual de cada intérprete resulta muy importante y característica. Se ha sabido mantener la magnitud clásica (y trágica) del original pero con una ubicación en el presente inmediato más que rotunda.

La dirección de Carme Portaceli es fiel deudora de la intención del texto e integra muy bien el movimiento escénico de Ferran Carvajal y también el vestuario de Antonio Belart. Mujeres (y hombre) anónimas pero con detalles que las caracterizan. Expresión e indumentaria muy bien halladas. La convivencia de personajes presentes con el ausente resulta muy compenetrada. La directora demuestra un gran dominio del ritmo escénico y trabaja con los protagonistas de un modo que consigue que desaparezcan tras sus personajes de manera particular pero a la vez alienada con el fin común de la función. Resulta especialmente relevante cómo se combina la generalidad del conflicto Sirio con el caso individual de las desheredadas incluso de su propia tragedia. La insumisión del lamento y la rabia. La directora ha sabido cómo incluir todos los elementos narrativos y estéticos de un modo tan democrático como muy bien dosificado.

El elenco es excelente y contiene, además, dos de las perlas de la temporada. Nos ha gustado muy especialmente el contraste entre las edades de algunos intérpretes y las de sus personajes. No se trata de hacer una cronología sino de dar cuerpo y voz a unas mujeres que no la tuvieron. Que no la tienen. Destacamos la complementación entre todos ellos a la vez que consiguen dotar de matices propios a los personajes. Pepa López, Miriam Iscla y Gabriela López despiertan la escucha y la empatía del espectador, cada una a su manera y en función de lo que explican. Alba Flores aprovecha muy bien su cualidad de personaje espectral, tanto en su movimiento como en su dicción e interacción con los demás. Irene Arcos nos ha sorprendido con su Helena de Troya. La sensibilidad no exenta de raciocinio que insufla a su personaje será la que cuestione al final la línea de pensamiento única. La actriz aprovecha a las mil maravillas el texto que le regala Conejero en el que probablemente sea uno de los personajes más redondos de esta versión. El conflicto ideológico se avivará gracias a su intervención.

Párrafo a parte para Nacho Fresneda. Él nos inicia en este viaje doloroso del que forma parte desde el primer momento. Imposible no perderse en la profundidad de su mirada y en la emoción que nos embarga durante su interpretación. Su acercamiento al texto es sublime. Y una no menos arrebatadora Aitana Sánchez-Gijón conduce la función hacia cotas dramáticas inimaginables. Es una Hécuba tan contemporánea como clásica. Aitana es capaz de captar la rabia (prácticamente enajenada en algunos momentos aunque siempre consciente de dónde se encuentra) de los olvidados que se niegan a desaparecer y a callar. La naturalización e interiorización del texto es perfecta y siempre sorprendente, así como su elocución con un dominio de los giros e inflexiones vocales impresionante. No hay acomodación ni espacio para la repetición ni el lugar común. La energía de la actriz parece inagotable y así lo es su entrega física. Y la expresividad facial y su lenguaje no verbal transmiten el dolor de un modo nada escrupuloso. Una aproximación arriesgada, valiente, inteligente y descorazonadora. Un trabajo entregado y generoso que nos seduce y conmueve precisamente porque nos lleva al lugar concreto y específico que necesita la propuesta. Veremos todo el recorrido de su personaje a la vez que mantiene una personalidad propia y transversal. Impresionante.

La escenografía de Paco Azorín convive muy felizmente con el diseño de vídeo de Arnau Oriol. Una enorme T rodeada de los cadáveres amortajados de las víctimas de la contienda. Inicial derruida que sirve de andamio y pantalla en pleno corazón del escenario. Resulta especialmente impactante el choque de las imágenes contra la pared de ladrillo negro del fondo de este espacio. De un modo muy alegórico las protagonistas subirán o se ocultarán tras lo que puede que sea el último símbolo de lo que queda de su territorio, de su identidad. También aparecerán de su interior. La música original y el espacio sonoro de Jordi Collet se convierten en una de las señas de identidad del espectáculo y el diseño de sonido de Fran Gude consigue que el plano de protagonismo sea siempre el idóneo. La iluminación de Pedro Yagüe sorprende por su tenacidad en el uso de rojos y por mantener una oscuridad general imperante pero muy naturalizada con la focalización de los protagonistas y la parte proyectada.

Finalmente, resulta muy estimulante ser testigo del recorrido de este montaje. Troyanas es un espectáculo que desde que lo vimos en el Grec 2017 parece haber encontrado su lugar idóneo en el Teatre Romea. Por la proximidad del espacio y por las dimensiones y características del escenario. Un texto que ha cuajado muy bien lo que quiere mostrar de cada personaje con el lugar y el momento que se usa como contexto espacio-temporal. Y unas interpretaciones muy a tener en cuenta de todo el elenco, especialmente de un Nacho Fresneda desgarrador y de una Aitana Sánchez-Gijón que sigue demostrando cómo suma y atesora lo aprehendido de cada interpretación para enriquecer a la siguiente ¡En pie, Hécuba!

Crítica realizada por Fernando Solla

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