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23.03.2018 Críticas  
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Tras esa programación sin precedentes de Yogur Piano en el Valle Inclán, hace menos de un mes, FOMO llega a otra sala del Centro Dramático Nacional para acercar un teatro joven, arriesgado, y comprometido con ofrecer al público, no solo un entretenimiento, sino algo sobre lo que reflexionar una vez hemos abandonado la sala.

El acrónimo que responde a Fear Of Missing Out (FOMO), que es el miedo a perderse algo o quedar fuera, filosofía moderna imperante en nuestra sociedad actual, y presente en todo contexto en el que nos movamos. En el trabajo, entre nuestro amigos, en las redes sociales, o hasta en nuestra familia, hay un ansia por el consumo masivo de información, productos, experiencias, sensaciones, que hos obliga a vivir más rápido, a hacer que cada minuto cuente, y a exprimir todos los segundos del día para estar al día, para mantenernos atentos a cualquier novedad surgida al ritmo de un pestañeo.

Surgido de un laboratorio de investigación teatral en el Umbral de Primavera (cuánto bien están haciendo Viviana e Israel), el colectivo FANGO pone en pie, con la dirección de Camilo Vásquez, este espejo (pena no poder describirlo como un black mirror como el serial) que nos devuelve una imagen nada distorsionada de lo que es nuestra vida, y del yugo digital al que estamos sometidos, queramos o no. No es que sea esto un reflejo actual, es que es algo inmediato, en ahora; antes de entrar en la sala hemos echado un último vistazo a la pantalla de nuestro celular, hemos repasado las últimas notificaciones de nuestras redes, los mensajes pendientes de responder antes de llegar al teatro, y hemos expresado por medio de un corazón digital lo que nos gusta la publicación de ese conocido nuestro.

En cuanto se apagan las luces, solo quedan encendidas, como suele ocurrir en todas las salas teatrales, las pantallas de aquellos que miran con embeleso, y excesivo brillo, el último minuto de su actualidad. Ángela Boix se encarga de introducirnos de manera cruda y directa a FOMO, con un «stories» en directo de su paladar, su nariz, los poros de su axila, sus encías, un grano del muslo, el vello de su sexo, proyectado en la pantalla central y las pantallas laterales que pueblan la sala. Hemos apagado nuestros teléfonos móviles, pero aquí dentro, en la sala Princesa, el FOMO, el miedo a perdernos algo, no va a ocurrir, vamos a asistir a todo y cuanto pase en escena con nuestros ojos sobre los cuerpos de los actores, y sobre el cristal líquido de las pantallas.

Tras la «stories» de Ángela, llega el turno del resto del elenco para que «abran hilo» y vayan describiendo su día a día, compartan cada palmo de sus cuerpos, nos desvelen sus secretos para conseguir el bien más preciado, seguidores; y confiesen en petit comité que ellos también están hartos de fingir que saben qué es lo que ocurre en Siria, los abusos que han sufrido por el anonimato que ofrece una entrevista de trabajo por videoconferencia, o aceptar la avena como la única religió a seguir.

El casting online de Fabia Castro es hilarante y cruel, el monólogo de Manuel Minaya que todos mantenemos con nosotros mismos día a día gritándole a la pantalla de nuestro dispositivo portátil, es genial. La cuenta de Rafuska Marks a golpe de incomodidad postural y poca ropa, es desasosegante, y la clase de cocina de de Trigo Gómez enseñándonos cómo preparar un ceviche de lubina salvaje, memorable a la par que traumático.

Todo lo que describe FOMO es terrible y real. Este montaje podría ser parte de ese Nuevo Teatro que describió Pasolini, aquí no hemos venido a divertirnos ni escandalizarnos, porque somos semejantes en todo al autor del texto, y no solo semejantes, es podríamos ser nosotros mismos los autores del texto. Proyectos como el ya mencionado de Gon Ramos, o el trabajo de Viviseccionados o «Scratch» de los Grumelot, forman un teatro joven, rebelde, violento, y muy necesario; lo que vemos en escena no es una historia, es nuestra historia, un punto de vista más desde el que vivir y tomar decisiones. La audiencia se convierte en espectador de su propio drama, de su propia tragedia, la cual, siguiendo la filosofía del Mount Olympus, debemos disfrutar, y FOMO, aún congelando la sonrisa nerviosa que nos provoca vernos tan representados sobre las tablas, es un goce escénico.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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