El Teatre Lliure ha dejado en las manos de Fernando Bernués el encargo de dirigir la versión al catalán de “Comfort me with apples” (Si mireu el vent d’on ve) de la dramaturga británica Nell Leyshon, quien firma una obra de carácter familiar ambientada en una finca de la campiña inglesa actual.
El resultado, como todos los que presenta el Lliure, se salda con un excelente en todos los ámbitos del proyecto, desde la dirección hasta el texto, pasando por el elenco, el vestuario, la escenografía o la iluminación.
No es esta una dramaturgia que huela a nueva, ni la personalidad de los protagonistas una que no hayamos visto antes. No por eso uno siente que se esté repitiendo la historia o que no esté disfrutando al máximo la función, pues los ingredientes son del todo deseables.
El argumento refleja la realidad de las vidas en pueblos alejados de la ciudad donde parece que el papel de madre, ama de casa y matriarca se impone con más fuerza sobre las familias. Elena acaba de perder a su marido justo la noche anterior y donde aparentemente solo hay dolor por la pérdida, y a raíz de la vuelta a casa de su hija Brenda, van a salir a la luz verdades que llevan mucho tiempo calladas y enquistadas.
Fernando Bernués dirige la obra de Leyshon con la elegancia y el aplomo que se requieren. El primer acto pasa a un ritmo un tanto lento, que es donde se presenta a los personajes pero en el que existen ciertas reiteraciones, que se alargan en el tiempo, aunque entiendo que también existen en la dramaturgia original que Marc Rosich ha tomado como guia. Y a pesar de esa lentificación, ese inicio genera en el espectador suficientes incógnitas para que uno espere con muchísimas ganas el siguiente acto. En la segunda parte, por lo tanto, la versión de Rosich recupera el ritmo y a medida que se llega al desenlace, nos da los momentos más dramáticos e intensos de la noche.
Emma Vilarasau vuelve a interpretar a una madre controladora y manipuladora (como ya hiciera en “La Mare” de Andrés Lima) pero con matices y circunstancias muy diferentes. Una vez más, la Vilarasau se demuestra excelente en su interpretación para los personajes de personalidad intensa y fuerte carga emocional. Perfecta como mujer y terrateniente que se ha abandonado a sí misma y que solo quiere vivir la vida a través de las figuras masculinas que la rodean. Impecable en los diversos cambios de registro que iremos descubriendo a medida que transcurren los minutos.
Y a la altura de la Vilarasau (y reconozcamos que es mucha altura) está Laura López como Brenda, la hija melliza de Elena. La realidad es que por exigencias del guión, todos se crecen durante el segundo acto, que es cuando la obra llega a su climax, y así ocurre en su caso también. Pero la fuerza sobre el escenario que impregna su personaje compite con la misma fuerza que el de su madre dejando sobre las tablas los momentos más duros y más emocionales de la noche.
Roy, el mellizo, es el hijo que siempre se ha quedado al lado de su madre, el que se compadece de ella y el que la atiende, el que no se quiere marchar; o es que no puede marcharse. Es el sometido, el controlado, el manipulado. El que ha renunciado a todo por ella. El que ya no sabe distinguir entre realidad y ficción. Ese es Lluís Marquès, uno de los fichajes que ya hemos visto en varias ocasiones con la Kompanyia Lliure y que ya nos robó el corazón en “In Memoriam” o en “Nit de Reis” y que de nuevo lo ha vuelto a hacer.
Completan el elenco un sobresaliente Eduard Farelo como Len, el hermano de Elena que sufre una discapacidad psíquica y que es quien nos regala los momentos más simpáticos a la par que los más tiernos. Sus intervenciones consiguen romper el clima tenso general y es el único que realmente consigue conmover a la dura Elena. Y Claudia Cos, que es Linda, es una antigua amiga de la familia con secretos que ocultar.
Tan sobresaliente como el elenco es la escenografía que Max Glaenzel ha diseñado para la ocasión. El interior de la casa, el manzanar afuera y la importancia de ese elemento (las manzanas, por su título en inglés) bien presente en todo momento. Un escenario sencillo que transmiten la soledad del retiro en el campo, la ausencia de las personas, el silencio de mantenerse alejado de la ciudad, pero a la vez fascinante y elegante como la naturaleza en sí misma. Un 10 para Glaenzel por su buen hacer.
Pero para ser justos con esta producción hay que darle el mismo mérito que al resto al vestuario de Ikerne Giménez y la iluminación de Juan Gómez-Cornejo que consiguen que el resultado final sea el esperado para cualquier espectador que vaya a ver una obra al Lliure.
Si mireu el vent d’on ve tiene un regusto agridulce. Amargo al reflexionar en las realidades que se palpan en muchos hogares no necesariamente ingleses, pero en contraposición, cuando reflexionamos en ella, nos deja un grato recuerdo y nos inspira compasión. El Lliure nos vuelve a enamorar.
Crítica realizada por Diana Limones