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24.02.2018 Críticas  
(We) should have worn green…

El NTLive continúa su alianza con Yelmo Cines y por fin le ha llegado el turno a Follies. Un deslumbrante y muy amargo montaje que firma Dominic Cooke y que se ha representado hasta el pasado 3 de enero en el Olivier Theatre del National de Londres.

Un elenco portentoso integrado por 37 intérpretes y una orquesta de 21 que conduce con maestría Nigel Lilley nos ofrecen una puesta en escena extraordinaria. Una aproximación que da en la diana. Tanto del significado de la música y letras de Stephen Sondheim como, por supuesto, del libreto de James Goldman. Follies es un musical en el que el argumento parece estar algo escondido pero que, sin embargo, lo explica TODO. Una fiesta en un antiguo teatro que está a punto de ser derruido. Cosas del “progreso”. La última reunión tras más de tres décadas de las protagonistas de los distintos números que triunfaron allí años atrás. Un sentido homenaje, pastiche de autores y estilos retratados canción a canción, personaje a personaje, según su época de gloria. Y entre todos ellos, cuatro amigos del pasado. Dos parejas, formadas por Sally y Buddy y Phyllis y Ben. Un careo entre los cuatro y, especialmente, consigo mismos y las personas que fueron 30 años atrás. Una colisión devastadora de la que Cooke explora toda su teatralidad a la vez que potencia el significado y el peso de los números musicales, perfectamente integrados y verdadero hilo conductor del espectáculo.

“Welcome to our first – and last – reunion. It is 1971…” El director de escena ha decidido volver al libreto original y ha mantenido la estructura en un solo acto propuesta por Sondheim. Se podrían llenar páginas describiendo su aportación a la pieza, pero intentaremos sintetizar sus mayores logros, que ha sabido transmitir a los encargados de defender las distintas disciplinas artísticas y técnicas que forman parte del espectáculo. En primer lugar, la elección de un elenco fantástico y el trabajo individual que ha realizado con todos ellos en función de las necesidades de cada personaje. La ambivalencia viejo-joven, personaje-fantasma, quizá la mayor dificultad escénica, es un reto superado y que se ha convertido en gran virtud de la propuesta hasta el punto que el movimiento y convivencia de los mismos parece explicar la historia por sí sola. El uso de del espectacular giratorio en el que se ha transformado el escenario del Oliver Theatre y cuyo movimiento centrífugo parece condenar a los personajes a enfrentarse a su realidad. Y, por encima de todo, la transmisión a todo el conjunto (escenografía, iluminación y vestuario) del truco establecido entre música y letra, consistente en embellecer al máximo el envoltorio para que el choque con la situación retratada y el contenido se convierta en una fuerte guantada, tanto para los personajes como para los asistentes. Y por un tramo final en “Loveland” portentoso y que capta todo su significado y aporta valor al conjunto. Un bofetón entre histérico y estático. Qué peligrosa es la nostalgia.

No sería justo obviar el trabajo como director musical de Lilley, sin duda uno de las mayores triunfos de la función. Escuchar a la orquesta bajo su batuta es equivalente a disfrutar de un comentario de texto auditivo respecto a la partitura del maestro. Ha sabido captar con prontitud y destreza esa necesidad de embellecer la melodía para que contraste con la dureza de las letras que comentábamos, así como la intensidad dramática necesaria para cada momento y, lo más difícil, adaptarse al estilo musical de cada número a la vez que dota de unidad al conjunto. Fiel servidor de las supervisión musical de Nicholas Skilbeck y a las orquestaciones de Jonathan Tunick y Josh Clayton. El diseño de sonido de Paul Groothuis consigue que las piezas musicales desarrollen a los personajes para que sigan expresándose cuando ya no pueden seguir hablando de un modo totalmente progresivo, gradual y escalonado. Magnífico.
La escenografía de Vicki Mortimer lo sitúa todo en un inmenso giratorio que muestra a la perfección el anverso y reverso de todo lo que sucede en escena. Gran metáfora de lo sucederá con los personajes. Presidiéndolo todo la fachada todavía superviviente del teatro, plagada de bombillas que iluminan el título. Hermosísimo y muy acertado tanto a nivel estético como de contenidos. La posibilidad del artefacto escénico de adelantarse y atrasarse parece arrastrarnos consigo con una sensación inmersiva muy estimulante. Sus piezas de vestuario refuerzan la creación de cada personaje y nos permiten ubicarlas no sólo en la década de los 70 sino que les dotan de carácter y trasfondo. Por supuesto, en contraste con el lujo del pasado. La iluminación de Paule Constable sabe cómo iluminar los distintos momentos dentro de un ambiente interior totalmente creíble y compatible con la espectacularidad o intimidad de los números musicales, según lo requerido en cada pieza.

Y llegamos al elenco. Para empezar, hay que destacar de nuevo la labor de Cooke y Lilley, ya que han apoyado a cada actor para que mantenga una línea progresiva entre la elocución del texto hablado y la parte cantada. Y por supuesto, de Bill Dreamer, que ha integrado la coreografía de un modo natural y con unos movimientos muy estudiados y con leves asincronías entre los personajes jóvenes y los veteranos. Pocas veces esta disciplina expresa tan bien la significación de un libreto y profundiza en la construcción de los personajes como aquí. Esto es especialmente evidente en “The Right Girl” y en “The story of Lucy and Jessie”, donde Zizi Strallen realiza un trabajo sobresaliente. Sería de justicia mencionarlos a todos. Los veteranos han sabido captar el toque nostálgico y están perfectamente secundados por sus homólogos jóvenes, especialmente en las coreografías. A destacar la emotividad y patetismo de Gary Raymond como Dimitri Weismann, una apoteósica Tracie Benett como Carlotta Campion, Josephine Barstow como Heidi Schiller, Di Botcher como Hattie Walker y Dawn Hope como Stella Deems.

Peter Forbes da en el clavo con su Buddy. Capta todas las dobleces de su personaje así como la diatriba entre su esposa y esa amante que se nos antoja imaginada. Janie Dee es una excelente Phyllis. Sabe dosificar la pérdida de contención de su personaje hasta el estallido final del mismo, quizá la única que vuelve a reencontrarse consigo misma. Cinismo como armadura y dolor inconformista. El trabajo de Philip Quast todavía se magnifica más gracias a los primeros planos de la cámara. Cuando un actor parece que ya lo ha dicho todo y de repente, se para y calla y consigue transmitir con la profundidad de su mirada todo lo que parecía imposible de ni siquiera insinuar, ahí llega él. Enorme.

Pocos personajes como el de Sally explican tan bien esta duplicidad, entre la zozobra y ansiedad. Follies es peligroso, especialmente para todos aquellos emocionalmente vulnerables. Un ejercicio de profundización intrínseca del que es complicado salir. Y entonces viene Imelda Staunton y nos muestra a una Sally que progresivamente toma consciencia de sus propias responsabilidades en el autoengaño en el que ha vivido. Una Sally que demuestra todo el nerviosismo de esos 30 años que han pasado y que desembocan en esta reunión. La actriz recibe hostia tras otra a través de su personaje, y nosotros con ella. Cuando parecía que ya se había explicado al completo con su magnífico “In Buddy’s Eyes”, llega ese “Losing My Mind” que provoca un cataclismo y un choque durísimo e inclemente contra la realidad. La actriz no busca llegar al hit de su personaje, sino que lo hilvana todo con una progresión envidiable hasta prácticamente caer en la locura. Y nos arrastra con ella irremisiblemente. Hasta creer que sí, que quizá debería haber vestido de verde como la última vez. Y nosotros también. De ahí, hasta ese devastador “Tomorrow… Oh dear God, it is tomorrow”. Pues eso, ahí nos sitúa su interpretación. Descorazonadora, valiente y trascendental. Un hito que la cámara magnifica y capta con todo lujo de detalle sobre lo que pudimos comprobar en persona en el National Theatre el pasado septiembre.

Finalmente, hay que destacar el trabajo en la dirección de la filmación de Tim Van Someren. Un embajador de lujo de esta sentida reunión (que en nuestro caso disfrutamos en los Yelmo Cines Comedia). Es muy complicado filmar una pieza teatral. La cámara suele conducirnos a lugares que nuestro visión descarta o, simplemente, evita. No es para nada el caso. En esta ocasión, el trabajo de montaje es una guía privilegiada para captar todo lo que sucede en el escenario. La dificultad añadida de mostrar a los personajes y a sus fantasmas sin perder prácticamente detalle de la coreografía o duplicidad escénica es excelente. A modo de curiosidad, la presencia de Vicky Peña entre el público fue una casualidad sincrónica al ejercicio nostálgico que reunió al público asistente. Ella fue Phyllis en el montaje dirigido por Mario Gas en el Teatro Español en 2012. Precisamente el 23/02 se cumplen 6 años de su estreno oficial. Coincidencias, momentos, recuerdos, regocijo, añoranza, melancolía… Follies.

“Leave you? Leave you? How could I leave you? How could I go it alone?” No me gustaría terminar este escrito sin dedicar unas palabras a Jan Maxwell, actriz que falleció el pasado 11 de febrero y que interpretó la producción del Kennedy Center que se estrenó en el Eisenhower Theatre de Washington y que también se pudo ver en el Marquis Theatre de Broadway y el Ahmanson Theatre de Los Angeles entre 2011 y 2012. La primera Phyllis que un servidor conoció sobre las tablas y gran compañera de viaje a través de este universo tan especial que es Follies.

Crítica realizada por Fernando Solla

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