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22.02.2018 Críticas  
Sugestiva querella desde y contra el status quo del espectáculo

El Àtic22 del Teatre Tantarantana recupera el trabajo ganador del 3º premio DespertaLab 2016. Dramaburg es una dura a la vez que ineludible denuncia hacia y desde las entrañas del mundo del espectáculo. Una pieza relevante por lo que dice, por la manera en que lo hace y por el lugar donde se sitúa para manifestarse.

No es habitual encontrarse con un texto de nueva creación que se preocupe por explorar las posibilidades del vocabulario de un modo tan persistente como aquí sucede. Tampoco su integración con el resto de lenguajes y disciplinas escénicas que intervienen en un espectáculo. El trabajo de Carlos Perelló es tan frenético y delirante como apoteósico. Sabe cómo introducir reflexiones en boca de los personajes de manera que todo parezca surgir y evolucionar de un modo improvisado. Una doble línea temporal y un único espacio que conviven mediante un uso del flashback muy bien hallado. El fin del mundo del espectáculo en un ático que podría ser a la vez plató de televisión donde retransmitir tan ¿improbable? acontecimiento.

Da miedo asistir a un razonamiento como el expuesto en Dramaburg ya que la posibilidad de que lo que estamos escuchando es algo factible se apoderará de nosotros progresivamente, mientras avanza el espectáculo y gracias a la elocuencia del discurso. Perelló ha compuesto una suerte de rapeo filosófico contemporáneo, combinando palabras y creando nuevos significados a través de imágenes vívidas que despiertan inmediatamente tras la escucha. Entre el diálogo, el soliloquio y la conversación donde el flow y el beat adquieren un protagonismo asombroso, convirtiéndose en herramienta y mensaje a la vez. Realmente impresionante. Siguiendo el mismo rumbo, la dirección de Guillem Gefaell ha fijado su punto de vista en incluir formato y contenido y trabajar con los intérpretes tanto el texto como el espectro físico de un modo integrador y orgánico. Muy destacable también su labor en el espacio sonoro.

El diseño de vestuario y escenografía de Margheritta Mantovani resulta imprescindible para que la experiencia inmersiva sea total. No se trata de convertir el espacio en las ruinas tras la consumación decadente, que también, sino de incluir los vídeos de Manel Arévalo y el diseño de iluminación de Òscar Palenque de un modo que nos traslade a un ambiente sórdido en el que la civilización sólo tiene sentido a través del espectáculo. Allí nos convertiremos en nuestro propio producto y nos mostraremos, como los personajes, a través del escaparate. Protagonistas y transeúntes de una vida que deja de ser nuestra desde el momento en que la vendemos (o regalamos) con tal de ser vistos en redes sociales o cualquier medio mainstream. Todo magnificado y artificioso. Impecable y adecuado trabajo del que hay que destacar las piezas de vestuario y el uso del nailon como material predominante, reflejo de la vida polímera y sintética sobre la que todo gira.

Dramaburg no sería posible sin el trabajo de cuatro intérpretes cómplices y que realizan una labor que convierte lo intangible y etéreo en una realidad escénica. Canal privilegiado para descodificar el texto y la visión de Perelló. Tanto el trabajo físico como la elocución, así como la repetición de movimientos y sonidos son impresionantes. Utilizando el poderoso escudo del maquillaje y la caracterización para mostrar la cara oculta y pretenciosa de este universo, los cuatro incluyen al público a la vez que lo interpelan. Su capacidad para mantener mantener nuestra atención (de manera todo lo intrusiva que sea quiera pero sin incomodar) es muy destacable. La elocuencia de Rafa Delacroix y Georgina Latre tanto en el movimiento como en la gestualidad y la ejecución del texto es innegable. Laia Alberch nos seduce con su capacidad para incluir todas las disciplinas hasta convertirlas en un una sola, en lo que nos parece un nuevo y muy sugerente modo de interpretar.

A destacar el excelente trabajo de Xavier Torra que, de algún modo, será la voz de nuestra consciencia y el responsable de lo que nos suceda (a nivel interno) durante la representación. Una interpretación que es a la vez instigadora y penetrante, bisagra de nuestro paso de un estado pasivo y contemplativo a otro mucho más desbocado y fuera de control. Totalmente entregado.

Finalmente, nos encontramos ante una de esas ocasiones en las que disfrutamos de un formato hasta las últimas consecuencias. Dramaburg no sólo dinamita y destruye sino que es un efectivo ejercicio de inmolación escénica. Una subordinación voluntaria del público que, entre seducido y subyugado, aporta una mirada obscena y descarada. Una experiencia performativa que convierte sumisión en diversión y que se asimila de un modo impúdico y concupiscente, casi fetichista. Un retrato que es a la vez espejo, delator y cómplice. Una experiencia que merece descubrirse y disfrutarse en primera persona.

Crítica realizada por Fernando Solla

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