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20.02.2018 Críticas  
Luminoso debut de Aida Garifullina

El Gran Teatre del Liceu acoge el Roméo et Juliette de Charles Gounod más de tres décadas después de su última representación en la casa. La propuesta de Stephen Lawless se muestra cómplice del compositor francés y ofrece un brillante debut en el papel de la soprano Aida Garifullina.

La dirección escénica ha situado la acción inmediatamente después de la Guerra de Secesión (1861-1865). Gounod compuso esta partitura con libreto de Jules Barbier y Michel Carré que se estrenó en 1867. Esta decisión no es aleatoria. Situar la propuesta precisamente en la época en la que se creó la pieza supone una declaración de intenciones. Ni más ni menos que evidenciar las virtudes de una ópera que merece ser valorada en su justa medida. Es por ese motivo que Lawless ha querido ofrecer su particular punto de vista y situar el estallido amoroso de la pareja protagonista justo después de un conflicto bélico. Algo espontáneo e incomprensible dentro de un contexto convaleciente y quizá por ello condenado a su trágico destino.

Gounod, Barbier y Carré no prestaron especial atención a los personajes secundarios aunque tampoco quisieron negarles su peso y relevancia en el desarrollo de la acción. Si bien es cierto que su aparición es anecdótica en la mayoría de los casos y se limita a seguir el argumento original, Roméo et Juliette no se quiere quedar en un doble soliloquio de la pareja titular. Es por eso que se ha usado la coreografía de Nicola Bowie y el asesoramiento como maestro de armas de Christian Kelly-Sordelet para las escenas de masas, todas perfectamente orquestadas y muy bien ejecutadas por todo el elenco y el Cor del Gran Teatre del Liceu.

El trabajo de Ashley Martin Davis en la escenografía y vestuario es uno de los puntos fuertes de la propuesta. La decisión de situar todo lo que sucede en escena en un cementerio resulta un acierto. Un espectacular andamiaje de hormigón que aprovecha muy bien la profundidad de campo. La situación del lecho y el sepulcro y su aparición ascendente en el centro del escenario es impactante y muy adecuada al concepto general. Las piezas de ropa, a su vez, sirven tanto para reforzar la época en la que se ha situado la acción como la pertenencia a uno u otro bando. Esta generalización todavía potencia más la fuerza del amor protagónico, ya que se planteará como un acto espontáneo y hermoso (e infructuoso) en mitad de la barbarie. En esta construcción oscura, la iluminación de Mimi Jordan Sherin aporta contraste con la luminosidad necesaria, así como reviste de intimidad furtiva la noche de los enamorados. Un trabajo más que notable.

Josep Pons dirige a la Orquestra Simfònica, que brilla especialmente en la sección de cuerda. Un equilibro constante entre música y voces que permite disfrutar de la belleza de la partitura de Gounod y de la tonalidad vocal de los intérpretes. A destacar, de entre todo el elenco, el trabajo de Nicola Uliveri como Frère Laurent, Gabriel Bermúdez como Mercutio y David Alegret como Tybalt. En este contexto, Saimir Pirgu compone un Roméo impetuoso en su aproximación vocal. El tenor destaca en los solos de su personaje por su potencia y exaltación romántica. De entre todos los duetos junto a su compañera destaca el pasaje final “Console-toi, pauvre âme”.

Sin duda, Aida Garifullina se ganó al público en la noche del estreno. Desde su primera aparición en escena resulta imposible apartar la mirada de su persona. Su magnetismo llena un escenario que la acoge en un rol para el que parece predestinada y con el que embelesa el oído del respetable. Ya desde el vals “Je veux vivre” nos emociona y así en todas sus intervenciones hasta el descorazonador “Seigneur, Seigneur, pardonnez-nouz!”, cantado al unísono con su compañero. Una interpretación en que la coloratura vocal se combina a la perfección con una serenidad escénica envidiable.

Finalmente, si por algo se recordará este montaje de Roméo et Juliette es por el empeño y tenacidad de Lawless de distinguir el trabajo de Gounod (y Barbier y Carré) del original shakesperiano. Su aportación y ubicación temporal así como la fúnebre escenografía de Martin Davis ofrecen un envoltorio muy meditado y acertado en el que Garifullina se desenvuelve con una confianza y destreza que aseguran una inmejorable adquisición para su repertorio.

Crítica realizada por Fernando Solla

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