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26.01.2018 Críticas  
Un acto de amor desinteresado y ¿utópico?

La Gleva Teatre recupera por unos días El sueño de un hombre ridículo de Fiódor Dostoyevski en versión de J.S. Aostfjord y Ricardo Moya. Una delicada pieza que se ha convertido en espectáculo itinerante por méritos propios y su incontestable capacidad para identificarse con los espacios que visita.

Fue en 2002, en el entonces llamado Círcol Maldà, que esta función llamó nuestra atención. Diversos lugares en los que la cercanía e intimidad son requisitos indispensables la han acogido. Probablemente no serán los únicos, pero recordamos especialmente la Sala Muntaner y la librería Sin Tarima Libros de Madrid. Y es que nos es difícil imaginar a este hombre al que interpreta Moya sin contextualizar su desasosiego por las calles del Pi, Muntaner, de la Magdalena y, ahora, La Gleva. Calles, barrios, ciudades… El exterior y el interior. Lo que nos regalan Moya y Gas es una caleidoscópico e introspectivo ejercicio que asemeja el arte dramático a las necesidades del estudio de la geografía humana.

Un regalo que se transmite a través del lenguaje de la mirada. La nuestra al cruzarse con la de un Ricardo Moya pletórico capaz de convertir el monólogo en diálogo. Cómo lo hace es algo tan mágico que ni siquiera queremos conocer el truco, si es que lo hay. Siguiendo las pautas del cuento original del autor ruso, el actor se convierte en un maravilloso narrador protagonista y nos relata la historia de su revelación tras un sueño y cómo esta utopía le ha cambiado para siempre y le ha movido a predicar el amor hacia el prójimo para superar el sentimiento de culpa y la crisis de la organización social a la que llamamos civilización. Dostoyevski no se andaba con chiquitas y fue a la entrañas del asunto, a su nacimiento.

Y así lo han transmitido Moya y Mario Gas. Han modificado las cinco partes del cuento del ruso para ofrecernos un único bloque escénico y han eliminado cualquier detalle que denote época o localización física. Nada más. Han dado en la diana al plasmar la exploración de la psicología humana. No ha hecho falta evocar el contexto sociopolítico de la rusa zarista ni su derrumbe espiritual. A día de hoy, el simple hecho de escenificar esta pieza ya es toda una declaración de intenciones y nuestro contexto actual ya ofrece el contrapunto idóneo para que las palabras causen su efecto. No confundamos esto con oportunismo, que el trabajo realizado aquí madura función a función y de espacio en espacio.

Para el espectador, el viaje iniciático del personaje se vive también en primera persona. Asistimos ni más ni menos que a nuestra propia historia como integrantes de la especie humana. Y el espacio de La Gleva Teatre resulta ideal para que esto suceda, ya que parece que nos trasladamos a la habitación que habita el protagonista como símil de lo reducido que es nuestro mundo, el que nos hemos creado a medida de nuestras necesidades y aspiraciones. Moya obra el milagro de trascender su adjetivo de ridículo y traspasárnoslo a los espectadores. De algún modo, hace con nosotros lo que su personaje predica. Y esta ridiculez que nos caracteriza como seres humanos la asumimos a tiempo real, con apenas segundos de discrepancia, a través del aprendizaje con el que nos obsequia la interpretación.

Finalmente, que se elija el formato teatral demuestra un gran acto de amor hacia el espectador. Convertir una forma de expresión como es el arte dramático y usar sus herramientas para modificar nuestras percepciones como aquí sucede es algo muy grande. Un gesto altruista y desinteresado muy valioso. Nos gustaría pensar que llegará un momento en el que El sueño de un hombre ridículo dejara de ser utópico. Con funciones como la que nos ocupa, muy probablemente, lo conseguiremos.

Crítica realizada por Fernando Solla

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