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05.12.2017 Críticas  
Theorin y su imperecedero idilio con el Liceu

El Gran Teatre del Liceu acoge una puesta de Tristan und Isolde que probablemente se convierta en emblema de toda la temporada. Un trabajo de aquellos en los que todas las disciplinas que intervienen parecen unirse para ofrecer un resultado final categórico y arrebatador.

Alex Ollé aporta una visión en la que la intimidad se torna espectacular sin perder nunca de vista ni las necesidades interpretativas ni a los personajes, ni mucho menos al libreto que se trae entre manos. Richard Wagner compuso eine Handlung, un drama musical, y de paso aplicó al terreno amoroso y musical las máximas de la filosofía de Arthur Schopenhauer. El pensamiento llevado a sus últimas consecuencias, un idealismo desaforado y un pesimismo profundo. Así lo ha entendido el director de escena, que se ha rodeado de un equipo que aporta una visión tan profunda y adecuada al material original que consigue acercarse a la Gesamtkunstwerk (obra de arte total), que propugnaba el autor. Todos los elementos encuentran un porqué, que no es otro que servir a la pieza representada.

La escenografía de Alfons Flores es, junto con el elenco, la gran baza del espectáculo. Un escenario prácticamente vacío con una pantalla sobre la que se proyectarán las olas del mar nos recibe en el primer acto. Una impresionante plataforma giratoria rectangular que será a la vez barco y trampolín, elevación donde se balancearán las pasiones amorosas. Progresivamente, una suerte de cápsula de hormigón irá ocupando la escena. Mundo y universo romántico en el que todo tiene cabida en el segundo acto y desde el interior del que nacerá la tragedia, que expulsará a los protagonistas en el tercero y sobre los que caerá su peso con un portentoso giro de 180 grados. Tanto por su impacto estético como por su capacidad para evocar el espectro amoroso y trágico y por su habilidad para desarrollar narrativamente la pieza, esta construcción se convierte en un milagro de la arquitectura escénica.

Fran Aleu ha diseñado una videocreación que amplifica todavía más si cabe el abanico de sensaciones y sentimientos a la vez que multiplica el lugar de la acción. Las imágenes que consigue con sus abismales bosques, evidencian tanto los lugares exteriores como los intrínsecos a los personajes. Nacimiento y descomposición que contrastan con la frialdad del material utilizado para la creación del armazón. El huevo o nido de serpiente como reflejo del trágico y envenenado destino que espera a los protagonistas. El trabajo cómplice y excepcional de la iluminación de Urs Schönebaum consigue plasmar el recorrido interior de cada personaje, además de dotar de la intimidad necesaria y mostrar la oscuridad de la naturaleza romántica de un amor tan desaforado e impenitente. Sería injusto no destacar el vestuario de Josep Abril, que dota de personalidad a los personajes a la vez que los sumerge en su propia oscuridad, siempre adecuándose al tono imperante en la propuesta. Realmente, cuesta imaginar una mejor solución escénica para Tristan und Isolde.

El elenco es excepcional, desde el timonero Germán Olvera al pastor (y joven marinero) de Jorge Rodríguez Norton. Francisco Vas compone un Melot muy adecuado, que interpreta no sólo el rol cantado, sino que muestra una gran ductilidad para moverse por el escenario. Sarah Connolly demuestra su experiencia en música barroca y nos regala una Brangäne conmovedora y omnipresente, siempre colocada en el lugar preciso, tanto vocal como interpretativamente. Lo mismo sucede con el Kurwenal de Greer Grimsley. El barítono para recoger todo lo aprendido en su repertorio para devolvérnoslo en una interpretación sublime y muy emocionante. Pocas veces su rol se escucha tan bien cantado. Igual sucede con el Marke de Albert Dohmen. De la contención expeditiva a la implosión del sentimiento. Sus apariciones en el segundo y tercer acto, respectivamente, resultan impagables.

Tristan und Isolde, o lo que es lo mismo Stefan Vinke e Iréne Theorin. Su dueto del segundo acto nos mantiene en un estado elevado durante sus 45 minutos de duración. Vinke se crece en un tercer acto antológico, en el que nos muestra todas las dobleces de su personaje. El tenor realiza una labor que supera incluso nuestras expectativas. Theorin arrasa desde el primer momento que aparece en escena. Perfección es su tercer nombre (el segundo es Isolde). Cuando todavía no nos hemos recuperado de su Brünnhilde en “Götterdämmerung”, de hace dos temporadas, la soprano dramática provoca un nuevo incendio. Suyo es el mérito, suya es la ópera. Tanto el primer acto, como su “Liebestod” del tercero. Con ella muere el amor y nos mata a nosotros. No sólo supera las cuatro horas de ópera sino que acrecienta su impacto a cada instante. Uno de los más bellos personajes de la literatura operística interpretados como nunca nadie lo hará. Y una interpretación que nos regala y permite escuchar hasta el más leve suspiro de Isolde. Una capacidad dramática que no conoce techo ni cúpula que consigue crear a su personaje a partir de la naturaleza de un amor que se entrega incondicionalmente, pero no hasta que lo ha recibido. La idea del amor romántico se torna en algo físico e intelectual en la interpretación total de Theorin.

Ellos lideran un elenco que por si no tuviera suficiente con la excelencia vocal, se adapta a la perfección a la interpretación corporal y el movimiento escénico que marca Ollé. Sublime trabajo que consigue hacernos vivir la ilusión que no hay opera mejor que Tristan und Isolde ni mejor puesta en escena o interpretaciones posibles que las que recibimos aquí.

Finalmente, esta aproximación a Tristan und Isolde será recordada como uno de esos momentos privilegiados que muy de vez en cuando se viven en una casa de ópera. La dirección musical de Josep Pons triunfa desde el primer acorde, el de Tristán, y así durante toda la ejecución de la partitura. Si acaso se le podría reprochar que en algún momento puntual adquiere un protagonismo excesivo y tapa las voces de los intérpretes. La arriesgada apuesta de Ollé sobresale de un modo rotundo por su adecuación al espíritu wagneriano y por su irreemplazable elección de unos intérpretes en estado de gracia.

Crítica realizada por Fernando Solla

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