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26.11.2017 Críticas  
Seis mujeres sin dirección

Tras su exitoso paso por la pasada edición del Festival de Mérida, con tibias opiniones al respecto de este Troyanas, llega al Teatro Español esta versión de Alberto Conejero, dirigido por Carme Portaceli, para que todos aquellos que no pudieron desplazarse hasta el magno entorno del Teatro Romano, puedan escuchar el drama de este botín de guerra femenino.

Un elenco poblado de nombres populares, un texto versionado por un sensible poeta, una renombrada directora y un escenógrafo de relumbrón; todos estos son los ingredientes de un montaje que nos hizo salivar a todo buen aficionado al teatro, o hasta a las señoras que solo salen de casa a ver caras populares sobre las tablas. Todo esto lo tiene Troyanas. Todo. Nada debería ofrecer ni un atisbo de un posible pinchazo ni en taquilla (obvio que no, dado que en Mérida ofreció «Lleno» y en su primera semana en el Español el «Entradas Agotadas» se cuelga día si, día no), ni de una opinión desfavorable en el público.

Troyanas pone voz a esas reinas, princesas, y nobles Troyanas que tras diez años asediadas por los griegos, se encuentran a la espera de su suerte, ya sea un fatal final, o una vida llena de infortunios en tierra extraña, tratadas como esclavas sexuales de una panda de ilustrados bárbaros. Un reparto «democrático» en el que todos serán escuchados en cuanto a sus preferencias, excepto ellas, convertidas en mera mercancía, en moneda de cambio e carne y hueso. Mujeres que lo han tenido todo, y que descienden de la alta alcurnia, a la baja cama.

Hace 10 años, precisamente bajo el amparo del Teatro Español, en las ahora abandonadas a su suerte Naves del Matadero, aka Artes Vivas, se estrenaba a manos de Mario Gas, «Las Troyanas», con Gloria Muñoz a la cabeza del elenco, como lo es hoy Aitana Sánchez-Gijón, y al igual que Troyanas, tras pasar por Mérida y el Grec de Barcelona. El montaje, como ha caracterizado toda esa gran etapa del espacio, era de una dimensiones épicas, adaptando la ausencia de un entorno irreproducible como el de Mérida a un espacio industrial, sin hacernos notar que este se echaba en falta. No quiero hacer un juego de espejos entre uno y otro, solo dejar constancia que este espectáculo aún muchos lo tenemos presente y es inevitable establecer analogías.

Es innegable el talento de Conejero, el fan base que tiene establecido en torno suyo (entre los que me hallo) y la expectación que se genera al anunciarse cualquier proyecto en que se encuentre involucrado; el «sello Conejero» es una marca (aún no) registrada, que considero que se ha visto denostado en los últimos montajes a su nombre atribuidos. El caso de «Ushuaia» ya tuve ocasión de comentarlo y en este Troyanas me toca de nuevo dejar constancia de ello.

La dirección de Carme Portaceli es ausente, estando presente únicamente en la cartelería y programas de mano; las seis mujeres y los dos varones se encuentran en ese escenario frío y descontextualizado, con la única compañía de los cadáveres esparcidos, un duro y frío andamio y el único calor de la respiración que cada uno exhala por su nariz e intenta impregnar la fría declamación que sale por sus labios. El trabajo de dirección parece haber sido hecho a través de una aplicación de mensajería instantánea, o post-its en los espejos de la sala de ensayo. No hay ningún tipo de complicidad entre los actores, no hay mas fuego que el simulado en las proyecciones del fondo, no hay emoción en las terribles confesiones que estamos escuchando. A menos que la intención sea hacer sentir al público la impasividad que demostramos ante los dramas diarios de nuestro mundo, no se explica que no haya mimo en tratar el destino cruel de estas troyanas.

La escenografía de Paco Azorín, es desoladora y decepcionante, teniendo como referente cualquier trabajo previo donde solo por sus diseños merece uno pagar la entrada. El movimiento en escena de Ferran Carvajal, al igual que la dirección es ausente, irrelevante, y rozando lo antagónico por lo estático e insensible.

El elenco, esa tabla que como en «Titanic», es la última esperanza, y donde, como en ese caso, solo cabe uno, y esa es Maggie Civantos. Ella es el giro de guión de Troyanas, el «esto yo no me lo esperaba» que tuiteas a la salida del teatro. La espera de su intervención merece la pena, y después de observar su callado vagar por el escenario, Maggie se descubre como una Helena de Troya sentida, profunda, furiosa, y clamando por una solidaridad entre hermanas a esa Hécuba de Aitana. Ese enfrentamiento es Troyanas, una pieza breve que programado en la sala Principal del teatro, en pases cada 20 minutos, sería memorable y muy satisfactorio, como un bautizo actoral con la bendición de una grande a una actriz a la que, habiendo seguido personalmente toda su carrera dentro y fuera de los teatros, siento especial orgullo poder escribir sobre esta evolución sobresaliente y que, al menos en este caso, pueda hacer sombra a una veterana.

La Hécuba de Aitana Sánchez-Gijón es ella interpretando a Medea, y esta a su vez, interpretando a Hécuba. Lo de Medea fue algo épico en todas sus variantes, pero repetir todos y cada uno de los giros de aquella, en esta misma, solo puede achacarse a haber puesto el piloto automático interpretativo, ser carente de registro (cosa que nos consta que no) o que tu directora te haya indicado que quiere lo mismo que le gusto en ese montaje, pero en este suyo, sin admitir un pero al respecto. Medea era desgarro, sufrimiento, enajenación ante una situación extrema, y Hécuba nos dice que todos esos sentimientos ella también los tiene, pero no nos lo hace sentir, no nos lo hace creer; o al menos, yo no me creo nada.

Alba Flores es la definición misma de todo el espectáculo, es un errar por el escenario, intentar expresar mucho con los ojos, y ondear sus palabras frías y sin espíritu como el fantasma que interpreta. Ernesto Alterio, el sentido mensajero de las malas noticias, parece más un militar celta, por el deje de su acento gallego, a un griego, otra indicación más achacable a la dirección, brillando este únicamente en el duo coreográfico con Aitana, donde es palpable su carisma y la expresividad que trasmite con sus movimientos. El resto del elenco, formado por Gabriela Flores, Miriam Iscla, Pepa López y el niño que interpreta a Astianax, al igual que lo comentado anteriormente, y desconociendo a priori su carrera de forma individual, no aportan más que palabras y cuerpo, pero, de nuevo, nada de sentimiento, llegando en su caso a crear desconcierto porque solo ellas interpretan más de un rol, y llega un momento que no sabes si en escena sigue Casandra o Troyana 6.

Troyanas es (una vez más) una ocasión desaprovechada de hacer brillar un texto lleno de colores y sentimientos como los que Alberto Conejero pone sobre el papel, y, otra vez más, por una dirección desmotivada, desinteresada, que no aprecia el material que tiene entre sus manos. Antes de volver a emprender la labor de llevar a escena ese profundo mundo de Conejero, quizás la guía de aquellos que han sabido transmitir y dar cuerpo a su anterior obra, como Messiez, o Alberto Velasco; puedan dar las claves para tratar con el mimo que requiere lo que sale de su pluma, o su teclado.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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