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23.11.2017 Críticas  
Un disparo en la frente

Fuerte el comienzo de temporada del Valle-Inclán, con el tándem Becerra-Luque en la sala principal, y este Espía a una mujer que se mata en la Francisco de Nieva, escrita y dirigida por Daniel Veronese, a partir de «Tío Vania» de Chéjov. Con un elenco en comunión perfecta, Veronese consigue que este montaje sea un must-see memorable.

«Tío Vania» fue presentada en 1900, de la mano de Stanislavski, y tiene como tema central el deterioro de la vida, el fastidio generalizado que hace que sus personajes vivan ese drama general y particular. En esta versión de Veronese esta temática se mantiene, pero lo que consigue con este ejercicio es que el drama traspase la cuarta pared, aquí ya desaparecida por completo por el inteligente uso de una escenografía reciclada de «Mujeres soñaron caballos» del 2007, rescatando también aquí a Susi Sánchez y a Ginés García Millán; como Veronese indica en el programa de mano » (…) una mesa, dos sillas, y una botella. Quitando elementos hasta llegar a la expresión mínima, adecuada para los actores.»

Alexander y Elena vuelven a la hacienda familiar de su difunta primera esposa, para pasar una temporada en familia, y recuperarse de un ataque de gota. La llegada de estos dos trastoca la sencilla y rutinaria vida de María, Teleguín, Sonia y del tío Vania, que se desviven por atender a los requerimientos de la extraña pareja, sumándose esto a sus tareas diarias. Esta suma de esfuerzos extra a los que hacer frente van minando la afabilidad de los hacendados, y encendiendo ese camino de pólvora que hará detonar su propia existencia.

El «arma de Chéjov» cumple aquí todo lo que postula, desnudando la historia hasta lo necesario, lo irremplazable. Todo lo que se cuenta es relevante. Todo lo que se muestra va a ser usado. El rifle, presente en escena al comienzo, será disparado, y si no, no hubiese sido puesto ahí. Daniel Veronese se deja de tonterías y nos planta el rifle en la frente, amenazante, exponiéndonos a ver nuestra propia vida pasar ante nuestros ojos, o, en este caso, la perra vida sus personajes.

Leticia Sabater debió escribir su trash-hit «El Pepinazo», sobre este montaje, porque es lo que es, un pepino de una perfección sublime; las comparaciones pueden ser odiosas mezclando a Sabater y Veronese en un mismo contexto, pero si, son odiosas como las vidas de Astrov, Alexander, Elena, Vania, Teleguin, Sonia y María. Tristes, desoladoras, pero muy reconocibles. A simple life.

Puede que no veamos el chispazo de ese rifle que se dispara, esa llama breve, fugaz, que surge del cañón del arma; aquí lo que se despide es puro fuego, porque el arma de Chéjov se convierte en un lanzallamas, y el chorro de líquido inflamado son las proclamas del elenco, cobrando aquí todas sus frases un carácter político, de denuncia social contra esa opresión pasiva-agresiva que están sufriendo en esta visita. Las palabras, los gestos, los silencios son el fuego que no llega a surgir del mechero que enciende un habano, ni del que consume a Elena en su deseo hacia el médico, o el de Sonia por este mismo, o el de Vania hacia Elena, o el de María tomando nota de cada sabia palabra de Alexander, o el de Alexander hacia si mismo, o el de Teleguin hacia todos ellos.

El deseo mueve a todos los personajes. Un deseo que aunque llegue a materializarse, crea aún más desasosiego del que se sentía, una satisfacción pasajera que nunca colmará de felicidad y plenitud a quien la disfruta, porque si algo puede salir mal, saldrá aún peor. Los protagonistas reciben en escena los certeros hachazos de su destino, como los árboles de ese bosque que les rodea, y que como ellos mismos, va desapareciendo poco a poco. Son unos seres vivos enraizados a ese firme hostil y amenazante.

Si hubiese que destacar a solo uno de los intérpretes (que en este caso, sería de una enorme injusticia) Ginés García Millán ofrece un festival de emociones y matices espeluznante, es tan real el sufrimiento de su personaje, que uno llega a confundir dónde empieza Tío Vania y dónde acaba Ginés. Los lagrimones que suelta en escena, deberían recibir un premio nacional de teatro. Marina Salas está entrañable como Sonia, con su «pelo precioso» y sus ojos de enamorada. Susi Sánchez pasa poco por escena, pero menuda pasarela ofrece. Malena Gutiérrez roza el ritmo de un rap con su apresurado verbo, brillando en cada momento en escena, delante, detrás, o asomada a una puerta, no se le puede perder de vista en ningún momento.

Natalia Verbeke tiene el papel más difícil, el único que necesita maquillaje, como le ocurre a Elena en escena, ya que su drama es superficial, egoísta, y de pequeña burguesa. Ella está ahí para caer mal, y la evolución que sufre es también la más interesante porque cuando comienza a ensuciarse las manos, a involucrarse en la familia, y, literalmente, se suelta el pelo y destensa sus facciones, es cuando ocurre la magia. (Natalia, haz más teatro, por favor). Jorge Bosch está soberbio, y punto. Pedro G. De las Heras está insuperable como personaje infame, mezquino y miserable.

Espía a una mujer que se mata es un montaje perfecto, es todo aquello que define al teatro en cualquier manual, es espectáculo, es drama, es comedia, y es un terremoto que hace temblar los cimientos de a sala, las tablas del escenario, y los corazones de la audiencia.

Crítica realizada por Ismael Lomana

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