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31.10.2017 Críticas  
Nosotros somos los otros

La Sala Beckett estrena un texto de Marilia Samper escrito en residencia durante la temporada pasada. L’Alegria nos sitúa en un entorno social poco esperanzador a través de un armazón dramático que acerca la narración al terreno de la alegoría y la elucubración soñadora de los ojos de uno de los protagonistas, haciendo visible lo incorpóreo o imperceptible.

Esta premisa se desarrolla de una manera muy delicada a través de la dramaturgia, que será la encargada de aportar herramientas para evidenciar, mucho más allá de la ficción, la problemática expuesta en el contenido argumental. La primera será la decisión de convertir al personaje de Eli, un joven de 20 años con parálisis cerebral, en el narrador de la función. Opción que sintetiza el decálogo intencional de la obra. Samper no quiere embellecer a través de la puesta en escena la miseria material de los protagonistas para provocar una emoción o tristeza pasajeras mientras dura el tiempo de la representación. Y sí que insiste en buscar el tono dramático adecuado para conseguir situar en un mismo nivel emocional y racional a espectadores y personajes. De este modo, contemplamos una realidad que termina siendo la nuestra propia.

La escenografía de Enric Planas y la iluminación de David Bofarull han entendido a la perfección esta voluntad de la dramaturga. Un único espacio situado a una distancia superior a la habitual, físicamente más lejano. El interior y el exterior, pero también el espacio que nos separa de la realidad de los personajes, que progresivamente se difuminará gracias al movimiento de los intérpretes por la escena. Incluso en dos momentos clave se nos incluirá en la narración y la decisión, la petición y la denuncia. Bofarull consigue contrastar la luminosidad titular, incluso poética del acercamiento textual, con lo oscuro y lamentable de la situación. El espacio sonoro de Jordi Bonet sigue en esta misma línea que se mueve entre la cotidianidad y la necesidad de propiciar que las cosas sucedan.

Sin localizar explícitamente la acción, la labor geopolítica y demográfica de la obra es muy destacable. A través de las réplicas de los personajes nos daremos cuenta de cómo y dónde viven. La idea de extrarradio, afueras, inmediación, periferia y suburbio está muy presente. Siempre alrededor de algo o alguien. De un entorno (urbano), de las ayudas sociales, de la pasividad del resto de conciudadanos (a la vez público de la situación y , por supuesto, de la representación), de una convivencia posible teniendo en cuenta las posibilidades económicas, de una manera de sentir y pensar. En definitiva, de sí mismos.

No hay duda de que L’Alegria se nutre del trabajo y compromiso de (y con) los intérpretes. Alejandro Bordanove cumple con las necesidades físicas de aproximación a su personaje con grandes dosis de sensatez y verosimilitud. Su trabajo expresivo es plausible y combina con su acercamiento verbal al resto de personajes que interpreta. El que no se puede mover y los que no mueven un dedo por ayudar (porque no saben avanzar o no pueden debido a su situación empobrecida). Andrés Herrera humaniza a Ramon y con él la idea que podemos preconcebir de muchos de nuestros vecinos. Los otros pasan a formar parte de nosotros (o viceversa) gracias a su labor. A su vez, con Montse Guallar nos reencontramos con una actriz que parece que habla bajito pero que lo dice todo y aporta significado a cada una de sus palabras de Vera, comprendiéndolas y compartiéndolas. Un trabajo excelente, tanto en la adecuación física, como en la inflexión vocal. Lluïsa Castell y su Júlia nos llevan por todo un torbellino de emociones sin olvidar nunca la situación en la que nos movemos. La actriz contrasta la luminosidad de su voz con un dolor que parece instalado en su rostro y que llega a desarmarnos en muchos momentos. Su implicación parece encontrarse mucho más allá de su personaje. Un doloroso camino que gracias a su trabajo también es nuestro. Una aproximación muy generosa y valiente que el ser humano que es un primera instancia el espectador teatral le agradece mucho.

Entre todos logran un equilibrio entre la necesidad de mostrar e incidir. Una gran ventana hacia el interior de cada uno de ellos. Samper sabe cómo no tomar partido por ninguno en concreto y hacerlo por todos a la vez, explicando los motivos y situación personal de todos y cómo todo(s) influye(n) en todo(s). Doble lectura entre paréntesis y siempre en paralelo, así como el doble final en un solo tiempo. Efectivo y definitivo golpe de gran impacto. Si bien es cierto que se reincide y en dotarles de características que no siempre harán avanzar la acción (las reiteradas réplicas en ruso de Vera o la canción de Ramon), también lo es que estos detalles ayudan a crear la singularidad de cada uno de ellos, algo necesario para desetiquetarles y no reducirles a un grupo marginal de la sociedad.

Finalmente, L’Alegria nos persuade sin manipular. Obviamente, las intenciones están ahí. Samper ofrece una pieza delicada, poética y áspera a partes iguales. Que remueve y que despierta y que nos sitúa en un lugar muy distinto al que nos encontrábamos al entrar a la sala, consiguiendo que veamos las cosas desde fuera hacia dentro y no al revés. Invirtiendo estos dos polos, se altera nuestra impasibilidad, nuestro “a mí no me incumbe”. Todo desde un punto de vista muy personal, hermético a veces, pero que consigue crear en la mayoría de las escenas un caso ficticio único que refleja una realidad mucho más global de lo que nos gustaría pensar.

Crítica realizada por Fernando Solla

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