El Grec Festival de Barcelona 2017 nos ha ofrecido una oportunidad privilegiada de asistir a un espectáculo que noquea a la vez que despierta una reflexión tan transversal como efectiva. No es habitual que una obra de teatro propicie la renovación de una disciplina evidenciándola siempre a partir de la historia que se quiere explicar.
Responsabilidad. Qué, quién y cómo. Aplicado al contenido y a la manera de aproximarse a él. Eso es Cine. Eso es La Tristura. Dureza, lenguaje poético, espacio sonoro, extensión mental. Impacto y reacción. Una obra que nos habla de los robos de niños que se produjeron en España desde el final de la Guerra Civil y hasta los años ochenta. A partir de un caso (creemos que) ficticio se explica un proceso, una estructura, una situación tan injusta como aterradora. Sin adoctrinamientos ni alegatos explícitos más allá de la realidad y naturaleza de los personajes. La relevancia argumental está fuera de toda duda, pero es que su manifestación escénica no es sólo trascendental sino una de las más significativas que un servidor ha tenido la suerte de disfrutar en los últimos años.
La escenografía de Ana Muñiz, el diseño de iluminación y dirección técnica de Eduardo Vizuete y el diseño de sonido y la concepción sonora de todo el espectáculo de Eduardo G. Castro nunca usurparán el protagonismo de la historia que se quiere contar. Curioso, dado que es precisamente este trabajo conjunto en la aproximación estética el que eleva a Cine a la excelencia. Para empezar, la disposición del espacio escénico prácticamente desnudo bajo una instalación que bien reproduce el sistema neuronal de asimilación y aprehensión. Las proyecciones y que gran parte de la función transcurra tras una pantalla traslúcida reproducen la sensación de impacto y choque de la imagen y los cuerpos. No menos que la participación del público en su asimilación de todas las capas lingüísticas y de contenido de la pieza a través del sonido. Quizá el detalle más arriesgado y que termina triunfando por la retroalimentación directa que se establece entre el punto de vista (y oído) del protagonista y el espectador. Un ámbito que tanto puede ser auditivo como mental, con todas las implicaciones de aproximación, código y canal que esto constituye. Increíble viaje físico, romántico y emocional que nos deja sin palabras.
La interpretación de Itsaso Arana, Fernanda Orazi y Pablo García es de una adecuación, sensibilidad e impacto inconcebibles antes de asistir a la representación. Embajadores de excepción del acercamiento dramático que consiguen recrear algunos de los sucesos escénicos mejor trabajados que uno recuerda en mucho tiempo. La integración del reparto infantil es ejemplar. La imparcialidad mostrada por la autoría, dramaturgia y dirección de Arana y Celso Giménez la saben aprovechar los tres intérpretes de una manera sublime. Tanto Arana, como García (gran aportación musical) como Orazi. Precisamente esta última consigue una escena antológica, la del bar, con su compañero masculino. Ambos hacen brillar todo el contenido y poética del texto de un modo extático y pasmoso. No hay palabras para describir lo que consiguen transmitir sobre las tablas y tras la pantalla. Los tres.
Finalmente, Cine ha dejado huella. Ha despertado algo que va mucho más allá de la empatía del espectador. Un ejemplo transgresor de cualquier formalidad más o menos asentada. Unas interpretaciones tan asertivas como capaces de ejemplificar en un sólo personaje los puntos más específicos y genuinos de personalidades anónimas. Un genial estudio dramático desde lo micro hacia lo macro. Filosofía, sociología, historia, geopolítica… Resulta muy emocionante ser testigo de un trabajo como el que aquí nos ocupa. Uno tiene la sensación de asistir a un momento único. Tan revelador como esperanzador, ahora que parece que la renovación de los distintos lenguajes escénicos parece convertirse muchas veces en objeto y contenido de los mismos espectáculos.
Crítica realizada por Fernando Solla
