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28.05.2017 Críticas  
UMBRAL, en el umbral y sin cruzarlo

Las hermanas Violeta, Laura y Natali, interpretadas por Sam Gutiérrez, Simona Quartucci y Rakel Ezpeleta, se encuentran en una habitación sin muebles de la cual, al paso de los lustros y sin motivo aparente, las hermanas pequeñas no pueden salir mientras viven un ciclo repetitivo de juegos por la mañana y cuento por la noche.

Una premisa tan Buñueliana o Lynchiana (aprovecho cierto “revival” para meter una morcilla) puede dar de sí lo suficiente como para que Umbral sea más que interesante. Pero la obra escrita y dirigida por Adeline Flaun no lo es, ni en el fondo ni, mucho menos, en la forma; resultando una obra tediosa, carente de interés, reiterativa y demasiado explicativa en sus compases finales.

Las protagonistas, que pese a ser niñas durante gran parte de la obra hablan como si fueran licenciadas en filología hispánica, narran, una y otra vez, el cuento (precioso eso sí) de un mirlo que se enamoró de una rosa y la llevó a ver el sol. No está mal que el cuento, tan relacionado con la vida de las chicas, se vaya desgranando poco a poco pero se recalca en demasía que su final será relevante de cara al desenlace de la obra. Pese a ello, se puede considerar lo más interesante ya que es lo único que avanza y progresa algo pues la historia de las hermanas en sí está falta de tensión y va dando vueltas como mirlo sin cabeza hasta su apresurado y (sobre)explicado desenlace.

Sam Gutiérrez y Rakel Ezpeleta interpretan a las pequeñas de la familia, a quienes su hermana, Simona Quartucci, no permite salir de casa durante casi 30 años. La mayor, que sale de casa, va a comprar, visita a su madre enferma, es abandonada por sus novios y no quiere vender la casa ni dejar solas a sus hermanas, parece ser la única de la tres que parece tener una vida. Cuando sale de su casa, del escenario, habla al público y explica sesgadamente los acontecimientos de su vida, solo la suya, durante todos esos años; estación, año y lo que pasó, conciso, raudo y veloz. Cuando vuelve a la vetusta y desangelada casa parece como si volviera atrás en el tiempo.

Estamos a mediados de los años 50 y lo que, en un principio, podría hacernos pensar que es una familia escondida y represaliada por el franquismo no deja el mínimo atisbo de duda a cualquier espectador que tenga los ojos abiertos durante la representación. Cuando terminan de narrar el cuento del mirlo que se enamoró de una rosa y la llevó a ver el sol, descubren la verdad por el paralelismo entre su historia y la de dicho cuento.

Umbral va dejando pistas de su desenlace durante los primeros 60 minutos hasta el giro final por el que hay que hacer acopio de suspensión de la incredulidad si queremos aceptar una justificación tan difícilmente sostenible y que demuestra que todo lo visto hasta ese momento no tiene importancia (excepto algún pequeño detalle), valor narrativo y, si me apuras, expresivo. Tanto como esas coreografías contorsionistas que tienen a la luz de diversas proyecciones de definiciones de la palabra “umbral” y al son de una música electrónica fuera del tiempo en el que sucede la historia.

Umbral no ha narrado demasiado y a partir del giro final el guion parece ser autoconsciente de que los errores en su tratamiento formal y de escritura le llevan a un callejón sin salida y decide recular y tender hacia la sobre explicación para dar una tensión que no ha tenido “durante” ni tendrá “después”. Y no es que no sorprenda, es que no importa porqué como espectadores no nos identificamos de unas hermanas que no hacen más que jugar y danzar y otra hermana que, muy triste ella, habla al público.

En general la sensación que tengo es de oportunidad perdida, de una premisa con potencial que se queda en el umbral (o por lo menos lo vislumbra en la lejanía) pero que no avanza en ningún momento, que no crea vínculos emocionales con el espectador, y que de tan original o contemporánea que pretende ser termina vacía.

Crítica realizada por Manel Sánchez

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