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16.05.2017 Críticas  
Deliciosa situación poético teatral

Hermann Bonnín hace diana. Toma a Joan Brossa de una mano y al público de la otra y nos reúne a todos en La Seca. En casa. Con el estreno de Diumenge nos encontramos ante una propuesta que, tanto por la aproximación al universo del autor como por su capacidad para convocar a un equipo en estado de gracia, constituye un momento muy relevante de la temporada teatral.

Uno de los alicientes del teatro de Brossa es, precisamente, que desarrolla una dinámica propia. No se puede encasillar en un género o en un estilo inamovible. En cualquier caso, el autor se consideraba, por encima de todo, poeta. Fue en el teatro donde encontró lo que denominó como la cuarta dimensión de la poesía, quizá el paso previo a realizarla a partir de objetos. De este modo, Diumenge nos sitúa en la Barcelona de los años 60, en el hogar de una familia de clase media con aspiraciones burguesas. Un hogar-ciudad-sociedad cuya única ventana al mundo exterior parece ser su televisor en blanco y negro, de los primeros que había.

Mariposas. Como las que se muestran en uno de los instantes más mágicos y delicados de esta pieza. Eso es lo que sentimos en nuestro estómago durante toda la función. Bonnín ha alterado ligeramente el orden de algunos momentos y ha incluido otros, siendo a la vez fiel al espíritu del autor. Teniendo en cuenta que no habrá introducción, nudo y desenlace en el texto, ha sabido cómo delimitar especialmente las sensaciones del público en ese orden. La dirección de actores es espectacular, así como la orquestación de todos los implicados.

El espacio escénico de Manolo Trullás, otro clásico muy querido en esta casa, sitúa al público a tres bandas, integrándolo prácticamente en la escenografía. En complicidad con la iluminación y los audiovisuales de Kiku Piñol, se consigue una ambientación mágica. Además, estas disciplinas favorecen y dotan de sentido a la decisión de montar estar pieza hoy en día. Hablábamos del televisor como ventana hacia el mundo exterior. Un mundo en el que Franco aparecía constantemente. Teniendo en cuenta el poder que, lamentablemente, tienen hoy en día los medios de comunicación de masas como configuradores de opinión, esta normalización de la presencia resulta escalofriante. Parece como si los personajes asumieran que ese era el paisaje en el que desean situarse. La proyección sobre el muro de ladrillos que cierra el espacio escénico de las mismas imágenes que podemos ver en el televisor, amplifica igualmente esta sensación. Franco en pantalla y los libros tras los que se esconde el marido protagonista en el suelo.

La música de Josep Maria Mestres Quadreny (amigo del poeta) y el espacio sonoro de Martina Tresserra siguen en esta misma línea. La caracterización de Tony Santos es magnífica para los tres intérpretes. Y de repente, entre tanto demostración de habilidad y talento, sucede algo más mágico todavía: Àngels Bassas, Àlex Casanovas y Abel Folk. Los conocemos de antemano pero aquí perece que los descubramos por primera vez. Aprovechando el envoltorio y contenido que se les regala, los tres parecen tomar las riendas del trabajo de Bonnín y Santos y devolvernos el obsequio. No hay palabras para describir su trabajo. Pura maravilla.

Es imposible no descubrir todo lo que piensa al marido interpretado por Casanovas, por más que intente esconderse tras sus gafas. A su vez, Folk realiza una interpretación basada en una gestualidad facial sutil pero imparable y de una expresividad que no parece conocer fondo. Impresionante. Y Àngels Bassas nos seduce y desarma a partes iguales. Su expresividad, ese tono que consigue dar a cada frase y a cada palabra, evidencia lo que las palabras callan. Y cuando se pone a cantar ya nos hace tocar el cielo. De igual modo, la complicidad entre los tres es el gran triunfo de la función.

En última instancia el montaje de Bonnín nos recuerda cuánto queremos a Brossa y lo necesario e importante que es su teatro hoy en día y en Barcelona (por extensión en cualquier ciudad o capital). Uno sale de la sala realmente feliz, satisfecho, contento, orgulloso. Sí, esa sería la palabra: orgullo. El que se siente cuando se practica la asistencia activa y constante a las sala teatrales y, de repente, se encuentra con un teatro (y una manera de hacerlo) en el que reconocerse. El que se experimenta cuando se ha crecido viendo a esta señora actriz y a estos señores actores y se toma consciencia de que todo lo aprendido durante estos años, también como espectador, se agrupa aquí. Así que, a todos los implicados, ¡gracias!

¡Ojalá todos los días en un teatro fueran Diumenge!

Crítica realizada por Fernando Solla

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