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31.03.2017 Críticas  
Una visión renacentista e introspectiva del bufón

El Gran Teatre del Liceu acoge la primera ópera de la “trilogía popular” de Giuseppe Verdi tras más de una década sin representarse en la casa. La puesta en escena de este Rigoletto subraya de manera evidente el poso psicológico de todos los personajes, reconstruyendo un espacio mental antes que físico para una propuesta tan hermosa como emocionante.

La dirección escénica de Monique Wagemakers aprovecha con sabiduría las posibilidades dramáticas del libreto de Francisco Maria Piave y lo hace distinguiendo para cada personaje sus apariciones en espacios públicos de sus momentos más introspectivos hasta dotar al final de todo el énfasis romántico que el original de Victor Hugo “Le roi s’amuse” inspiró a la partitura de Verdi. Su trabajo con la dramaturgia de Klaus Bertisch consigue dotar a la propuesta de un punto de vista muy interesante a día de hoy. Obviando la validez o verosimilitud que ciertos comportamientos y decisiones tendrían en la actualidad, llegaremos a conocer el interior y a empatizar con todos los personajes.

La dirección de intérpretes va por este camino y se apoya esencialmente en la espléndida escenografía de Michael Levine. Un cuadrilátero movible sobre un eje que delimita lo que sucede arriba y abajo. El asunto no consiste en marcar distintas alturas sino en evidenciar la bajeza o supremacía de las ideas y los actos de cada uno. La aparición del Cor en el nivel superior que rodea el espacio principal durante el tercer acto lo convierte en jurado ontológico apabullante. Este diseño apoya fuertemente a que lo que sucede fuera de escena resalte intensamente y ya que la puesta en escena se centra en la mente de los personajes, el triunfo en este terreno es mayúsculo.

Tanto o más que el vestuario de Sandy Powell que con su diseño de piezas venecianas renacentistas nos deja absortos. No sólo por la belleza de las mismas sino por cómo cada textura y cada color aporta enteros a la caracterización y favorece la interpretación de los artistas en escena. Junto con la iluminación diseñada por Reinier Tweebeeke (recuperada por Cor van der Brink) delimitan una escala cromática y lumínica en la que el negro y lo oscuro y lóbrego asumen gran parte del protagonismo, pero también una exquisita familia en la que el rojo, naranja y marrón (y sus distintas combinaciones) parecen ofrecer un concierto visual por sí solo. Una orgía de sensaciones visuales.

Los intérpretes protagonistas consiguen mostrar toda la fuerza teatral presente en la partitura de Verdi, sin duda una de las dificultades añadidas de cualquier puesta de Rigoletto. Todo el elenco se muestra cómplice y aprovecha las posibilidades del espacio de Levine, que permite que veamos lo que sucede bajo la base del cuadrilátero y que los artistas muevan a los personajes por sus “bajezas”.

El barítono Carlos Álvarez resulta un espléndido Rigoletto, capaz de mostrar su doble cara y todo el tortuoso viaje interior de su personaje, destacando en todas las arias, que asume con rigor y apasionamiento. Su aportación a los dúos “Figlia!, Mio padre! y “Sì! Vendetta, tremenda vendetta!” así como su arrojo interpretativo especialmente durante el tercer acto son realmente una de las joyas de esta puesta en escena. Javier Camarena, como Duque de Mantua, ofrece un excelente contrapunto al trabajo de Alvarez. El tenor debuta en el rol y triunfa al mostrar todo el cinismo pero también la parte humana intrínseca a su rol. Sería injusto destacar sólo un momento, pero su aportación a “La donna è mobile” es impresionante, capaz de resumir en un instante la amoralidad de su conducta.

Désirée Rancatore ofreció uno de los momentos más emotivos de la noche de estreno con una deliciosa interpretación de “Gualtier malde! Caro nome” dominando la espectacular escalinata que atraviesa el escenario. Muy buena encarnación de Gilda, la hija del bufón. La soprano nos hace entender con su canto todo la inmensidad del estado anímico de su personaje, así como el romanticismo exacerbado del cuál es prototipo. Excelente en los dúos con su compañero

Muy buen trabajo (y caracterización) vocal e interpretativo del sicario Sparafucile y su hermana Magdalena. Tanto Ante Jerkunica como Ketevan Kemoklidze humanizan a sus personajes (algo dificilísimo) hasta que los veamos como a víctimas de sí mismos, antes moralistas que verdugos. Mención especial para el cuarteto “Bella Figlia Dell’Amore”, en el que Álvarez, Camarena, Rancatore y Kemoklidze elevan la función hacia cotas alegóricas y psicológicas altísimas, algo que es una constante en la presente puesta en escena.

Finalmente, la delicada dirección musical de Riccardo Frizza se funde con lo que sucede en escena y destaca tanto en los momentos más enérgicos y truculentos como en su talento para encontrar siempre el matiz íntimo perfecto para cada situación, consiguiendo mantener una atmósfera tan mágica como dramática mientras dura la representación. Si a esto sumamos el figurinismo y disposición de un no menos inspirado Cor (muy aplaudida la labor de Conxita Garcia en la dirección), podemos afirmar que nos encontramos ante uno de los platos fuertes de la temporada.

Crítica realizada por Fernando Solla

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