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19.12.2016 Críticas  
Triunfal ronda de muerte de Evelyn Herlitzius

El Gran Teatre del Liceu acoge de nuevo a la ELEKTRA de Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal. La programación de este título supone un aliciente indispensable pero, además, nos encontramos ante un montaje excepcional cuya cabeza de cartel se coronó la noche del estreno como una de las sopranos más aplaudidas en la sala en mucho tiempo.

Expiación y venganza. Estos serán los temas principales sobre los que gira la propuesta del difunto Patrice Chéreau, minuciosamente repuesta por Vincent Huguet. Es muy importante al enfrentarse a este título que el ritmo e intensidad no decaigan en ningún momento. El libreto está planteado como una sucesión de confrontaciones entre la protagonista y el resto de personajes. Esta peculiar estructura dramática se presenta en un único acto o bloque de casi dos horas de duración. La fuerza e impacto del trabajo con los intérpretes son implacables y la conmoción extática del resultado se tornará palpable y evidente.

Se nota que Chéreau y Huguet conocen el original de Sófocles, y es por eso que mantienen las ligeras variaciones del libreto de von Hofmannsthal con respecto a la tragedia griega, en concreto la ausencia de motivo para la actuación de Klytämnestra. Elektra se careará contra todos pero también contra sí misma. La vigencia de la propuesta adquiere especial relevancia hacia el final. La venganza es lo único que da sentido a la vida de la protagonista pero su condición femenina impedirá que pueda ser ella misma la mano ejecutora. La toma de conciencia de esta sumisión forzosa será la revuelta más grande que intrínsecamente se desarrollará ante nosotros, gracias en gran parte al trabajo de la soprano protagonista.

La escenografía de Richard Peduzzi es un prodigio de asertividad y adecuación narrativa, así como el vestuario de Caroline de Vivaise. Líneas geométricas y aristas afiladas en un espacio escénico uniforme en el que sólo se moverá el altar improvisado para el sacrifico fatal. Las entradas y salidas y las distintas estancias se evocarán en un mismo plano. Es muy interesante cómo se evidencia la noción interior y exterior a la escena con la apertura u obturación de la puerta del fondo del escenario. Esta característica redimensiona de nuevo la propuesta, propiciando que la huída y el encuentro constante sea el interior. El de Elektra. A su vez, el vestuario no destaca a la protagonista del resto (sería incongruente con el libreto) pero, esta decisión, consigue que la fuerza de Evelyn Herlitzius destaque todavía más, si cabe. La iluminación de Dominique Bruguière (supervisada en esa ocasión por Gilles Bottacchi) sigue también en esa línea. Dota de mucha personalidad a la puesta en escena el hecho que la ópera empiece sin la tradicional salida del director de orquesta. Pocas veces, un oscuro final ha resultado tan rotundo como cierre de una no menos contundente puesta en escena.

Por otro lado, la labor de Josep Pons como director musical es espectacular y portadora del espíritu de Strauss. El contraste en la estructura armónica es constante, entre el lirismo más exhacerbado y sus vigorosas disonancias. Pons ejecuta una labor fiel e impetuosa que en todo momento se combina con las voces y registros de los intérpretes. En esta ópera como en pocas es importante que cada nota adquiera la relevancia adecuada. Orest, por ejemplo, debe mostrar toda la entidad de su personaje en una única nota. Excelente, pues, tanto el trabajo sobre el escenario como con la Orquestra Simfònica.

Los intérpretes excepcionales. Todos ellos. Las sirvientas parecerán actuar como las coéforas o euménides de la antigüedad clásica y su ejecución vocal es avasalladora, conformando un peculiar coro de sopranos, a cuál mejor. El elenco masculino sabe aprovechar las pocas ocasiones que tiene para participar en la acción, saldando sus apariciones con un canto preciso en cada nota. A destacar la expresividad de Franz Maura (el preceptor) y Orest (Alan Held), que afirma la personalidad de su personaje en apenas una aportación de su registro de barítono. La Klytämnestra de Waltraud Meier es dramáticamente perfecta. La mezzosoprano nos sorprende con su identificación y humanización de lo que resulta ser una de las mejores encarnaciones antagónicas que podemos recordar. Adrianne Pieczonka aprovecha que el suyo es el registro más lírico de todos y conmueve con su Chrysothemis. Llegamos a entender la dualidad de las ideas y el debate interno del personaje en todo momento. Un triunfo.

Finalmente, Evelyn Herlitzius compone una Elektra antológica. La categoría de esta soprano dramática no conoce significado inventado todavía. Capaz de ejecutar cada disonancia, cada aliteración musical y aprovecharlas para mostrar el rompimiento físico y mental de su personaje. Su danza final es tan macabra que conmociona hasta al pilar más escondido de la sala. Todo suma en su interpretación, con una generosidad hacia el personaje, así como hacia al resto de compañeros y espectadores inabastable. Sus silencios, la luminosidad de su mirada en algunos momentos en contraposición a lo apesadumbrado de sus movimientos… Sin duda, cuando aficionados e historiadores culturales repasemos nuestra memoria escénica, afirmaremos con orgullo: “Yo disfruté de la ELEKTRA de Evelyn Herlitzius y gracias a ella la comprendí y participé de sus motivos y, por momentos… Yo fui Elektra”. Las tres salidas a saludar de la soprano en la noche de estreno, así lo atestiguan. Gloriosa puesta de el material de Richard Strauss.

Crítica realizada por Fernando Solla

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